Instituto de Investigaciones Cubanas. Universidad Internacional de la Florida, Miami
Desde hace varios años se viene anunciando la transfiguración demográfica y política de la población cubana en los Estados Unidos, sobre todo en el sur de la Florida. En un ensayo de 1997, el sociólogo cubanoamericano Lisandro Pérez predijo que el surgimiento de una nueva generación de cubanos nacidos en ese país, junto con otros factores históricos, provocaría el “fin del exilio” en su sentido convencional.
Según Pérez y otros estudiosos, el desplazamiento de la primera por la segunda generación de inmigrantes conllevaría un cambio de mentalidad entre los cubanoamericanos, que los acercaría ideológicamente a otras minorías étnicas en los Estados Unidos, como los grupos oriundos de México, Puerto Rico o República Dominicana. Este cambio se traduciría, entre otras cosas, en una creciente adhesión al Partido Demócrata. También implicaría un esfuerzo por “normalizar” las relaciones de los inmigrantes cubanos con sus comunidades originarias, relaciones conocidas técnicamente como transnacionales o diaspóricas en otros contextos históricos y contemporáneos.
Comenzaré señalando que la composición de la población cubanoamericana ha cambiado drásticamente en las últimas dos décadas. Según los cálculos del censo, para el año 2011, había 1.829.495 personas de ascendencia cubana residentes en los Estados Unidos. De estas, 58,3% había nacido fuera del país. Entre los nacidos en el extranjero, 50,6 % había inmigrado después de 1990. Aunque la mediana de edad de los cubanoamericanos es relativamente elevada (40,3 años), una quinta parte tiene menos de 18 años. Dos tercios de la población de origen cubano residen en la Florida, más de la mitad concentrada en el área metropolitana de Miami-Ft. Lauderdale-Pompano Beach.
Estos datos sugieren que la comunidad cubanoamericana se ha renovado y ampliado notablemente con la inmigración masiva desde Cuba desde la década de 1990. Asimismo, los resultados censales confirman que los representantes de las primeras oleadas migratorias (1959-1973) ya no constituyen la mayoría de la población de ascendencia cubana en los Estados Unidos. Después de cinco décadas de éxodo constante, la comunidad cubanoamericana ha madurado en términos demográficos.
La pregunta política clave es si las nuevas generaciones de cubanoamericanos se distancian ideológicamente de sus padres o si reproducen sus corrientes dominantes. También vale la pena examinar si los cubanos residentes en los Estados Unidos están convergiendo con las tendencias políticas prevalecientes entre otros grupos latinos. Varias encuestas recientes de opinión pública permiten abordar estos temas con base en datos empíricos. No obstante, algunos de los hallazgos de estas encuestas son inconsistentes entre sí, debido a las características propias de la metodología utilizada, especialmente el procedimiento de muestreo.
En octubre de 2012, el Departamento de Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Internacional de la Florida (FIU) colaboró con el periódico The Miami Herald en un sondeo del electorado latino. La muestra aleatoria consistió en 1.012 votantes latinos inscritos en los Estados Unidos y 720 en la Florida. Esta encuesta, dirigida por el politólogo boliviano Eduardo Gamarra, encontró diferencias recurrentes en las preferencias políticas de los cubanos y otros latinos en la Florida y en todo el país. En casi todos los asuntos planteados, los entrevistados de origen cubano se apartaban del resto de la población de origen latinoamericano. (Lamentablemente, al momento de redactar este ensayo no estaban disponibles los datos desagregados por edad y lugar de nacimiento).
Según el sondeo de Gamarra, 54,4% de los cubanos en los Estados Unidos había votado por el senador John McCain en las elecciones presidenciales de 2008, comparados con 24,6% de todos los latinos. La proporción de cubanos afiliados al Partido Republicano (57,3%) duplicaba la de todos los latinos (28,1%). Los cubanoamericanos tenían una imagen mucho más negativa del presidente Obama que los demás latinos, tanto en el manejo de los asuntos económicos, la reforma migratoria y el cuidado de la salud, como en la política exterior de los Estados Unidos. Por lo tanto, 61,7% de los encuestados de origen cubano tenía la intención de votar por el gobernador Mitt Romney para presidente, mientras apenas 31,2% de los latinos expresó esa preferencia electoral.
Sin embargo, los resultados de las elecciones presidenciales estadounidenses en noviembre de 2012 sugieren que la comunidad cubanoamericana se ha “latinizado” más rápidamente en sus preferencias políticas de lo que muchos observadores anticipaban. La firma de consultores Bendixen & Amandi International, presidida por el empresario peruano Sergio Bendixen, entrevistó a 4.866 votantes de origen hispánico al salir de las urnas eleccionarias en varios condados de la Florida el 8 de noviembre de 2012. Los resultados arrojaron que 48% de los cubanos votó por el presidente Obama, comparados con 61% de los latinos. (Otras encuestas, como la del Centro de Investigación Hispana Pew, calcularon que Obama recibió más votos cubanos en la Florida que el gobernador Romney).
Más sorprendente aún es que 60% de los cubanos nacidos en los Estados Unidos favoreció al presidente, a diferencia del 45% de los nacidos en Cuba. El estudio de Bendixen & Amandi también incluye una serie cronológica que muestra un aumento sostenido del voto cubanoamericano por los candidatos presidenciales demócratas, de 15% en 1988 a 48% en 2012. Estas cifras constatan que las amplias brechas tradicionales entre electores cubanos y latinos en los Estados Unidos están cerrándose.
Otra fuente de información valiosa sobre las actitudes políticas cambiantes de los cubanoamericanos es la encuesta periódica realizada por FIU, dirigida por el sociólogo de origen cubano Guillermo Grenier con una muestra al azar de 648 residentes en el condado de Miami-Dade en el año 2011. Los hallazgos de este sondeo revelan numerosas divergencias en las opiniones públicas de los cubanoamericanos según su año de llegada a los Estados Unidos, edad y lugar de nacimiento. Aquí me concentraré en los principales contrastes entre los nacidos en Cuba y los nacidos en Estados Unidos.
En la encuesta de FIU del 2011, 47% de los entrevistados nacidos en los Estados Unidos se opuso a continuar el embargo estadounidense a Cuba, comparados con 44% de todos los encuestados. El 79% de los nacidos en los Estados Unidos, comparados con 58% del total, apoyaba un diálogo nacional entre exiliados, disidentes y representantes del gobierno cubano. Los nacidos en Estados Unidos favorecen el envío de medicinas, comida y dinero a Cuba, así como los viajes sin restricciones, con más frecuencia que todos los entrevistados. Además, 71% de los nacidos en los Estados Unidos apoya el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países, comparados con 58% de toda la muestra. En síntesis, según el sondeo de FIU, las personas de origen cubano nacidas en los Estados Unidos suelen respaldar una política de acercamiento hacia Cuba más firmemente que los nacidos en la Isla.
En conjunto, las encuestas reseñadas apuntan a patrones emergentes de pensamiento y conducta de la comunidad cubana en los Estados Unidos, particularmente en el sur de la Florida. Más allá de las diferencias metodológicas entre las investigaciones aludidas, subrayaría dos hallazgos congruentes. En primer lugar, la transición ideológica de la diáspora cubana hacia una postura más afín a otras minorías étnicas en Estados Unidos ha avanzado sustancialmente. La segunda generación de cubanoamericanos se parece más a otros grupos de latinos que al llamado “exilio histórico” en su creciente orientación hacia el Partido Demócrata en las elecciones presidenciales.
Esta tendencia se debe principalmente a que ese Partido se ha asociado más estrechamente que el Republicano con causas liberales como la defensa de los derechos civiles, los programas de bienestar social y la reforma migratoria, asuntos que conciernen al grueso de los latinos y otras minorías desaventajadas en los Estados Unidos. También se entronca con el aumento en el número de inmigrantes cubanos de clase trabajadora.
En segundo lugar, el que poco más de la mitad de los cubanos residentes en los Estados Unidos haya llegado después de 1990 tiene múltiples repercusiones demográficas, socioeconómicas y políticas. Entre otras, los inmigrantes más recientes se inclinan a sostener lazos familiares, culturales y emocionales con su país de origen más que los que se establecieron en la nación norteña durante las décadas de 1960 y 1970. Los miembros de las oleadas migratorias de Cuba a partir de la década de 1980 son los más propensos a viajar a la Isla, llamar por teléfono, enviar remesas y paquetes y preservar vínculos transnacionales al margen de las discrepancias entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos.
Para concluir, cabe preguntarse por qué tales cambios generacionales e ideológicos aún no se reflejan adecuadamente en la cúpula política de la comunidad cubana del sur de la Florida. Actualmente, cinco de los siete congresistas estadounidenses de origen cubano son miembros del Partido Republicano. Un factor explicativo es que la mayoría de los inmigrantes cubanos recientes no son ciudadanos estadounidenses (59% de los llegados después de 1994 aún no se ha naturalizado, según el sondeo de FIU dirigido por Grenier) y por ello no tienen derecho al voto. Otro dato pertinente de esta encuesta es que, entre los votantes inscritos, 56% está afiliado al Partido Republicano. Indudablemente, gran parte del electorado cubanoamericano aún simpatiza con los candidatos y la ideología conservadora del Partido Republicano.
Pero esta preferencia está socavándose a medida que muchos cubanos emigrados en las últimas dos décadas y los jóvenes nacidos en los Estados Unidos se inscriben para votar y se incorporan a la política nacional. Si bien parece prematuro proclamar el “fin del exilio”, las recientes mutaciones demográficas y políticas de la comunidad cubanoamericana han acelerado su “latinización”. A mi juicio, los cubanos en Norteamérica están en proceso de convertirse en una minoría étnica, que difiere del resto de la población en sus prácticas culturales y lingüísticas, se identifica cada vez más con el Partido Demócrata e intenta mantener una relación significativa con su país de origen.
Fuente: Ventana Politica
August 25, 2014
By Philip A. Wallach, Fellow, Governance Studies, The Brookings Institution
On November 6, 2012, voters in Washington and Colorado made the momentous and almost entirely novel choice to legalize and regulate recreational marijuana. While many places around the world have tried out forms of marijuana decriminalization or legalized medical uses, none had ventured to make the production, distribution and recreational use of the drug legal, let alone erect a comprehensive, state-directed regulatory system to supervise the market. In spite of the lack of experience, and in spite of a clear conflict with federal drug law, solid majorities in Washington and Colorado decided that their states should lead the way through experimentation. (In 2013, Uruguay would follow.) The opening of state-legal marijuana shops has been a reality in Colorado since January, and has finally come to pass in Washington as of July 8.
While Colorado is justifiably garnering headlines with its ambitiously rapid (and, in many respects, impressive) legalization rollout,2 there is a case to be made that Washington is undertaking the more radical and far-reaching reform. It is, in effect, attempting not just to change the way the state regulates marijuana, but also to develop tools by which to judge reform and to show that those tools can be relevant amid the hurly-burly of partisan political debate. Washington has launched two initiatives. One is about drug policy; the other is about knowledge. In the world of drug policy, and for that matter in the world of public administration more generally, this is something fairly new under the sun.
This second reform, though less heralded than the attention-grabbing fact of legalization, is in many ways just as bold. Washington’s government is taking its role as a laboratory of democracy very seriously, tuning up its laboratory equipment and devoting resources to tracking its experiment in an unusually meticulous way. Several innovative features are especially noteworthy:
This paper outlines Washington’s side-by-side experiments: the marijuana experiment and the knowledge experiment. It will weigh the potential and the pitfalls of the state’s knowledge experiment. And it will offer some thoughts on how to get the most out of Washington’s innovations—both for those who care about drug policy and for those who care about making policy reform of any sort work better.
To read the full report, please click here.