John y Bonnie Raines, los pacifistas que sustrajeron documentos, junto a sus dos nietos. Foto: The New York Times
Por Mark Mazzetti
The New York Times
Cometer un crimen perfecto es mucho más fácil cuando no hay nadie que vigile.
Por eso, una noche de hace casi 43 años, mientras Muhammad Ali y Joe
Frazier se aporreaban durante 15 asaltos en una pelea por el título
mundial, retransmitida a millones de espectadores de todo el mundo, unos
jóvenes agarraron una ganzúa y una barra de hierro, entraron en una
oficina del Federal Bureau of Investigation (FBI) a las afueras de
Filadelfia y se llevaron prácticamente todos los documentos que había
allí.
Nunca los capturaron, y los documentos hurtados que enviaron
por correo de forma anónima a varios periódicos fueron la primera gota
de lo que iba a convertirse en una lluvia de revelaciones sobre las
extensas actividades de espionaje y guerra sucia del FBI contra grupos
que se oponían a la guerra en Vietnam.
El robo cometido en Media, Pensilvania, el 8 de marzo de 1971, tiene
resonancias históricas que llegan hasta hoy, después de que las
informaciones dadas a conocer por el excontratista de la
Agencia Nacional de Seguridad (NSA) Edward J. Snowden
hayan vuelto a dar una imagen nada favorable de las actividades de
inteligencia del Gobierno y hayan abierto un debate nacional sobre los
límites de las operaciones de vigilancia del Ejecutivo norteamericano.
Hasta ahora, los ladrones se habían mantenido en silencio sobre sus
respectivos papeles en la operación.
Se conformaban con saber
que sus acciones dieron el primer golpe importante a una institución que
había acumulado un poder y un prestigio inmensos durante el largo
mandato de J. Edgar Hoover como director.
John y Bonnie Raines al principio de su matrimonio.
“Cuando se hablaba con alguien de fuera del movimiento pacifista
sobre lo que estaba haciendo el FBI, nadie podía creérselo”, dice Keith
Forsyth, que por fin ha decidido reconocer su participación.
“No
había más que una forma de convencer a la gente de que era verdad, y
era obtener los documentos escritos de su puño y letra”.
A estas alturas, ya no es posible juzgar por lo sucedido aquella
noche a Forsyth, de 63 años, ni a otros miembros del grupo, y ellos han
aceptado ser entrevistados antes de que se publique esta semana el libro
escrito por una de las primeras periodistas que recibió los documentos
robados. Betty Medsger, antigua redactora de The Washington Post, ha
pasado años examinando el voluminoso expediente del FBI. sobre el caso y
ha convencido a cinco de los ocho hombres y mujeres que participaron en
el robo para que rompan su silencio.
A diferencia de Snowden, que descargó cientos de miles de
archivos digitales de la NSA. en discos duros, los pacifistas utilizaron
métodos del siglo XX: estudiaron la oficina del FBI durante
meses, se pusieron guantes para meter los papeles en maletas y colocaron
las maletas en los coches preparados para la huida. Al terminar, se
dispersaron.
Algunos siguieron comprometidos en la lucha contra la guerra, mientras que otros,
como John y Bonnie Raines, decidieron que el peligroso robo iba a ser
su último acto de protesta contra la Guerra de Vietnam y otras acciones
del gobierno y que querían cambiar de vida.
“No necesitábamos llamar la atención, porque habíamos hecho lo que
había que hacer”, dice Raines, hoy de 80 años, que había dispuesto con
su esposa que otros familiares criaran a los tres hijos en caso de que
les enviaran a la cárcel. “Los sesenta ya habían quedado atrás. No
teníamos por qué aferrarnos a lo que habíamos hecho entonces”.
Foto
de Keith Forsyth, a principios de 1970. El fue el designado para
encabezar la operación. Cuando se dio cuenta de que no podía abrir la
cerradura de la puerta principal de la oficina del FBI, irrumpió por una
entrada lateral. Foto: The New York Times
Un plan meticuloso
El robo fue idea de William C. Davidon, catedrático de física
en Haverford College y un personaje fijo en todas las protestas contra
la guerra en Filadelfia, que, a principios de los setenta, era un foco
candente del movimiento pacifista.
Davidon se sentía
frustrado por el hecho de que años y años de manifestaciones organizadas
no parecían haber surtido un gran efecto.
En el verano de 1970, meses después de que el presidente
Richard M. Nixon
anunciara que Estados Unidos había invadido Camboya, Davidon empezó a
formar un equipo con varios activistas cuyo compromiso y cuya discreción
le inspiraban confianza.
El grupo –en un principio nueve, antes de que se retirase un miembro–
llegó a la conclusión de que sería demasiado arriesgado tratar de
entrar en las oficinas del FBI. en el centro de Filadelfia, donde las
medidas de seguridad eran estrictas.
De modo que se decidieron
por una oficina más pequeña en Media, en un edificio de apartamentos
situado enfrente de los juzgados del condado.
Un
bosquejo del FBI de “la estudiante de la universidad” que había pasado
por la oficina de Media, y que en realidad era Bonnie Raines disfrazada.
La decisión también tenía sus riesgos: nadie sabía con seguridad si
una oficina tan pequeña iba a tener documentos sobre las operaciones de
vigilancia de los manifestantes contra la guerra, ni si saltaría alguna
alarma en cuanto abrieran la puerta.
El grupo pasó meses vigilando el edificio, pasando por delante a
todas horas del día y de la noche, aprendiéndose de memoria las
costumbres de sus residentes.
“Sabíamos cuándo volvían a casa del trabajo, cuándo apagaban la luz,
cuándo se acostaban, cuándo se despertaban por la mañana”, dice Raines,
que era profesor de religión en Temple University por aquel entonces.
“Estábamos bastante seguros de conocer las actividades nocturnas en el
edificio y alrededor de él”.
Pero cuando el grupo se quedó tranquilo fue cuando Bonnie Raines
entró en la oficina y pudieron convencerse de que no tenía sistema de
seguridad. Varias semanas antes del robo, Raines visitó la oficina
haciéndose pasar por una alumna de Swarthmore College interesada en las
oportunidades de empleo para las mujeres en el FBI.
El robo en sí se desarrolló sin ningún problema, salvo cuando
Forsyth, el designado para forzar la cerradura, descubrió que el FBI
había instalado en la puerta prevista un cierre que le era imposible
abrir y tuvo que entrar por otra. El cierre de esta segunda puerta era
un cerrojo sobre el picaporte que rompió con la barra de hierro.
Después de meter los documentos en maletas, los jóvenes se subieron a
los coches que tenían preparados y se reunieron en una granja para
examinar lo que habían robado.
Sintieron gran alivio al
descubrir que la mayor parte consistía en sólidas pruebas de que el FBI
estaba espiando a grupos políticos. Decidieron identificarse como la
Comisión Ciudadana para Investigar al FBI
y empezaron a enviar documentos escogidos a varios periodistas. Dos
semanas después del robo, Betty Medsger escribió el primer artículo
basado en los documentos, después de que el gobierno de Nixon intentara
sin éxito que el Post los devolviera.
Otros medios que también habían recibido papeles, entre ellos The New York Times, siguieron con sus propias informaciones.
La Oficina del FBI en Media, Pensilvania, asaltada por los jóvenes. Foto: BETTY Medsger
El artículo de Medsger citaba el documento quizá más perjudicial de todos,
un memorándum de 1970 que permitía atisbar la obsesión de Hoover por cazar a los revolucionarios. En
él se instaba a los agentes a intensificar sus interrogatorios de
activistas antibélicos y miembros de grupos estudiantiles disidentes.
“Reforzará la paranoia endémica de esos círculos y convencerá
aún más a todo el mundo de que hay un agente del FBI detrás de cada
buzón”, decía el mensaje del cuartel general del F.B.I. Otro papel, firmado por el propio Hoover, revelaba una extensa
operación de vigilancia de grupos estudiantiles negros en los campus universitarios.
Ahora bien, el documento que más habría ayudado a controlar
las operaciones de vigilancia interna del FBI era una nota interna, con
fecha de 1968, que contenía una palabra misteriosa: Cointelpro.
Ni los ladrones ni los reporteros que recibieron los documentos
entendían el significado del término, y hubo que esperar a años más
tarde, cuando el periodista de NBC News Carl Stern obtuvo más
expedientes del FBI gracias a las obligaciones marcadas por la Ley de
Libertad de Información, para que
se perfilara qué era Cointelpro, abreviatura de Counterintelligence Program.
Desde 1956, el FBI llevaba a cabo un programa exhaustivo de
espionaje de líderes de los derechos civiles, organizadores políticos y
presuntos comunistas, y había intentado sembrar la desconfianza entre
los distintos grupos de disidentes. Entre la siniestra lista de revelaciones se encontraba una
carta con la que los agentes del F.B.I. habían querido chantajear al
reverendo Martin Luther King Jr., al que amenazaban con denunciar sus
aventuras extramatrimoniales si no se suicidaba.
“No era solo que espiaran a ciudadanos estadounidenses”, dice
Loch K. Johnson, catedrático de asuntos públicos e internacionales en
la Universidad de Georgia, que entonces era ayudante del senador
demócrata por Idaho Frank Church. “El propósito de Cointelpro era
destruir vidas y arruinar reputaciones”.
La investigación llevada a cabo por el s
enador Church a mediados de los setenta puso permitió saber más sobre la extensión de los delitos cometidos por el FBI,
y desembocó en una mayor vigilancia por parte del Congreso de las
actividades del FBI y otros servicios de inteligencia. El informe final
del Comité Church sobre las operaciones de vigilancia interna era muy
directo. “Demasiados organismos oficiales han espiado a demasiada gente,
y se ha reunido demasiada información”, decía.
Cuando el comité publicó su informe, Hoover ya había muerto y el
imperio que había construido en el F.B.I. estaba desmantelándose. L
os
200 agentes que había asignado al caso del robo en Media volvieron casi
con las manos vacías, y el FBI cerró el caso el 11 de marzo de 1976,
tres días después de que prescribiera el delito de robo.
Michael P. Kortan, portavoz del F.B.I., dice que “varios
acontecimientos de esa era, incluido el robo en Media, contribuyeron a
cambiar los métodos del F.B.I. para identificar y abordar las amenzas
internas contra la seguridad y a que el Departamento de Justicia
emprendiera una reforma de las políticas y los métodos del F.B.I., y
creara unas directrices de investigación”.
Según el libro de Medsger,
The Burglary: The Discovery of J. Edgar Hoover’s Secret FBI
(El robo: el descubrimiento del FBI secreto de J. Edgar Hoover), solo
uno de los ladrones figuraba en la lista definitiva de sospechosos que
se manejó antes de dar el caso por cerrado.
Después,
huyeron a esta casa de campo, cerca de Pottstown, Pensilvania, donde
pasaron 10 días clasificando la montaña de documentos. Foto: BETTY
Medsger
Una retirada silenciosa
Los ocho asaltantes de la oficina apenas se comunicaron durante la investigación del FBI y no volvieron a verse jamás en grupo.
Davidon murió a finales del año pasado de Parkinson. Tenía pensado
hablar públicamente sobre su papel en el robo, pero otros tres ladrones,
en cambio, han preferido mantenerse en el anonimato.
Entre los que sí han revelado sus nombres —Forsyth, los Raines y un
hombre llamado Bob Williamson—, existe cierta preocupación por cómo se
va a valorar su decisión. John y Bonnie Raines dicen que
sienten
cierta afinidad con Edward Snowden, cuyas revelaciones sobre el
espionaje de la NSA. les parecen un final digno de sus propios
descubrimientos de hace tanto tiempo.
Saben que algunas personas les criticarán por haber participado en
algo así, que, si les hubieran capturado y condenado, habrían podido
estar separados de sus hijos durante años. Pero insisten en que nunca se
habrían unido al grupo de ladrones si no hubieran estado convencidos de
que iban a librarse de la cárcel.
“Parece como si hubiéramos sido increíblemente osados”, dice Raines.
“Pero no había ni una sola persona en Washington —senadores,
congresistas, ni siquiera el presidente— que se atreviera a pedir
cuentas a J. Edgar Hoover”.
“Teníamos muy claro —concluye— que, si no lo hacíamos nosotros, nadie más lo iba a hacer”.
(Traducido por Diario, de México)
Fuente: Cubadebate