Perry Anderson vuelve en su último trabajo, publicado en
New Left Review,
al análisis de la política exterior norteamericana y los planteos de
los principales exponentes de elaboración estratégica. Con la capacidad
para comprender de forma integrada los movimientos estructurales, los
que acontecen en el terreno político y en el debate intelectual que ha
mostrado en sus mejores trabajos, delinea en este ensayo los mecanismos
de lo que define como el Imperio.
El último número de
NLR (2013),
dedicado enteramente a los ensayos de Anderson, es un suceso con solo
tres precedentes: en 1972 Tom Nairn sobre Europa, en 1982 Anthony
Barnett sobre la Guerra de Malvinas, y en 1998 Robert Brenner sobre “La
economía de la turbulencia global”. Los dos artículos de Perry Anderson
son un extenso ensayo sobre la política exterior norteamericana desde la
posguerra. El primer artículo, “Imperium”, analiza los objetivos y los
resultados de la política exterior hasta el presente, y recoge los
debates intelectuales que generó la conformación del “imperio”,
recorriendo todo el arco ideológico. El Segundo texto, “Consilium”,
repasa las posiciones de la literatura más relevante que se viene
produciendo en la actualidad sobre el rol de EE.UU. en el mundo y las
distintas alternativas elaboradas por los principales exponentes de
líneas estratégicas de política exterior, para reforzar la posición
internacional de los EE.UU., la “nación indispensable” como la llamara
Madelaine Albright (secretaria de Estado en la segunda presidencia de
Clinton), supuesto fuera de cuestión por todos los autores reseñados por
Anderson. Este número especial está estrechamente emparentado con
“Homeland”, artículo del
NLR 81, de mayo-junio, en el que analizaba la situación del régimen político norteamericano.
Capital y Estados en la geografía global
Un
aspecto distintivo de “Imperium” es que se propone descifrar la
articulación entre el poder estatal y el dominio del capital, y la
particular forma que adquirió esta relación en los EE.UU. desde la
segunda posguerra. Perry Anderson encuentra en el trabajo de Nicholas
Spykman,
America’s Strategy in World Politics, el esquema
conceptual básico para comprender las relaciones contemporáneas entre
los Estados, el lugar de los Estados Unidos y sus perspectivas dentro de
este complejo. Para este autor, el equilibrio político –el balance de
poder– era un ideal noble, pero “la verdad del asunto es que los Estados
solo están interesados en un balance que les resulte favorable. Su
objetivo no es un equilibrio, sino tener generosos márgenes de
maniobra”1. Combinando cuatro medios de poder (persuasión, compra,
trueque y coerción) el objetivo era lograr una “posición de poder que
permitiera la dominación de todos los Estados a su alcance”2, es decir,
nos dice Anderson, una hegemonía. Desde un comienzo, la gran estrategia
norteamericana se fijó como meta la “preponderancia de poder” alrededor
del globo (p. 26).
Los objetivos partieron de las lecciones del
período de entreguerras. “La Gran Depresión había puesto de manifiesto a
los responsables del diseño de políticas que la economía norteamericana
no se encontraba resguardada de las ondas expansivas de los shocks en
el sistema global capitalista, y el estallido de la guerra que los
bloques comerciales autárquicos no sólo amenazaban la exclusión del
capital norteamericano de amplias zonas geográficas, sino que creaban el
riesgo de conflagraciones militares que podían poner en peligro la
estabilidad de la civilización burguesa de conjunto” (p. 42)3. La
participación en la guerra tuvo entonces un doble bonus: la economía
norteamericana creció a un ritmo fenomenal bajo el estímulo de los
requerimientos militares (doblando el PIB entre 1938 y 1945); y los
principales rivales industriales emergieron del conflicto debilitados,
“dejando a Washington en posición de reconfigurar el universo del
capital de acuerdo a sus requerimientos” (p. 42).
Aunque a la
salida de la guerra la apertura de los mercados transoceánicos a las
exportaciones norteamericanas era considerada como vital (en una
potencia cuyas elites “estaban más cerca de las corporaciones y los
bancos que las de cualquier otro Estado en ese momento”), la guerra fría
alteró los cálculos. Aunque la política llamada de “Puertas Abiertas”
(apertura económica y renuncia de las otras potencias a dominios
coloniales) se mantuvo como un componente central de la gran estrategia
norteamericana, pero al mismo tiempo los EE.UU. aceptaron la protección
de mercados en Europa y en Japón, aún en detrimento de las aspiraciones
de sus corporaciones. La reconstrucción de estas economías bajo
dirección norteamericana y su protección de la amenaza comunista fue la
prioridad principal de la “contención”. “Allí la preponderancia del
poderío americano por sobre los intereses americanos se volvió por
primera vez plenamente funcional, bajo la forma de una hegemonía
imperial. Los EE.UU. actuarían desde entonces, no primeramente
proyectando las preocupaciones del capital norteamericano, sino como
guardianes del interés general de todos los capitales, sacrificando
–donde fuera necesario, por el tiempo requerido– el beneficio nacional
en aras de la ventaja internacional, con confianza en la recompensa
final” (p. 43). Si pudo hacer esto es porque “había amplia holgura para
realizar concesiones a los estados subalternos, y sus grupos
gobernantes” (p. 44).
Una universalización cada vez más forzada
La
conceptualización que realiza Anderson acierta en señalar que hay dos
rasgos en tensión potencial en la proyección imperial de EE.UU.: por un
lado, su rol como garante de la reproducción general del capital, y por
otro, la defensa de los intereses específicos del capital
norteamericano. La “preponderancia del poder” y la decisión estratégica
de fortalecer el orden económico transnacional favoreciendo la
recuperación de Europa y Japón, se impuso en ocasiones dejando en
segundo lugar intereses económicos más inmediatos. Una premisa central
sobre la cual se pudo constituir el imperio ha sido la armonía de lo
universal y de lo particular, pero esta se basó en las excepcionales
condiciones creadas por la posguerra que dieron lugar a una indiscutida
superioridad norteamericana. Pero “el restablecimiento de Japón y
Alemania no tuvo un beneficio exento de ambigüedades para los EE.UU.”
(p. 110).
Su competencia contribuyó al estrechamiento de la
rentabilidad de las corporaciones norteamericanas, lo cual conduciría a
la crisis de estancamiento en la que se debatió EE.UU. (pero también sus
competidores) durante los años ‘70. La compleja articulación entre
poder e intereses que había permitido suficiente holgura para articular
la hegemonía imperial, empezaba a mutar a un sistema de dominio que
resultaba un lastre sobre los intereses del capitalismo norteamericano
(p. 110). Por supuesto, “de este contratiempo emergió un modelo de
mercado más radical”, apoyado en las derrotas y desvíos de los procesos
revolucionarios que amenazaron el dominio capitalista en todo el planeta
en los años ‘60 y ‘70, agregamos nosotros. Sobre esta base, con el
final de la Guerra Fría, se puso nuevamente sobre el tapete la
estrategia más ambiciosa del Estado norteamericano: la construcción de
un orden liberal internacional con EE.UU. a la cabeza, para imprimir al
capitalismo “su forma realizada, como un universal planetario bajo un
hegemón particular” (p. 83).
Los ‘90 marcaron el pasaje
definitivo a una posición ofensiva: “los EE.UU. podían por primera vez
aplicar una presión sistemática sobre los Estados que lo rodeaban para
poner sus prácticas en línea con los estándares norteamericanos. El
mercado libre ya no era algo con lo que se pudiera jugar. Sus principios
debían ser observados”. Pero a pesar del éxito en estos objetivos,
algo, en la base del edificio imperial empezaría a resquebrajarse.
El
orden liberal que el imperio se proponía crear, para soldar universal y
particular “en un sistema unificado”, comenzó a escapar a los
“designios de su arquitecto” (p. 111). Con la emergencia de China como
un poder económico no solo más dinámico sino pronto comparable en
magnitud, que provee las reservas financieras que requiere EE.UU.,
capitalista “a su modo” pero lejos de ser liberal, “la lógica de largo
plazo de la gran estrategia norteamericana se ve amenazada de volverse
contra sí misma”. El imperio, que no cesó de extenderse, se está
volviendo sin embargo “desarticulado del orden que procuraba extender.
La primacía norteamericana no es ya el corolario de la civilización del
capital […] Una reconciliación, nunca perfecta, de lo universal con lo
particular fue una condición constitutiva de la hegemonía
norteamericana. Hoy se están separando” (p. 111).
En otros
términos, la contradicción entre la internacionalización de las fuerzas
productivas y el sistema internacional de Estados a través del cual se
articulan las relaciones de producción, emerge nuevamente como un
aspecto disruptivo ante los límites crecientes que enfrenta la hegemonía
norteamericana, aunque hoy no haya quien pueda proponerse disputarla.
El reconocimiento de estas dificultades emergentes para la
reconciliación entre universal y particular distingue el trabajo de
Anderson de otra literatura reciente en la que el término imperio se
contrapone al de imperialismo, atacando especialmente la formulación de
Lenin. Es el caso por ejemplo de Leo Panitch y Sam Gindin4, para quienes
esta teoría acarrearía problemas conceptuales (como una visión
instrumentalista del Estado, o una supuesta errónea “derivación” del
imperialismo desde las contradicciones económicas, como aspectos
centrales) y habría quedado desfasada históricamente, por los cambios en
la naturaleza de las relaciones entre las clases dominantes de las
economías más avanzadas, que hoy tienen intereses mucho más entrelazados
y han perdido la coherencia nacional de antaño. Esto último habría
conducido a un cambio en la naturaleza de las relaciones interestatales,
como resultado de una activa iniciativa del Estado norteamericano por
disociar la competencia económica de la rivalidad geopolítica. La
conclusión de los autores es que la perspectiva trazada por las teorías
del imperialismo sobre la inevitabilidad de las disputas geopolíticas
entre las grandes potencias (no en todo momento, pero sí en los períodos
en los que existen profundos desajustes en los equilibrios
internacionales), sería un aspecto erróneo. Su teoría del imperio
considera que el capitalismo global es una estructura jerarquizada, pero
en la cual EE.UU. logró articular un sistema internacional de Estados
que opera de conjunto en beneficio de la reproducción del capital. En
los marcos de este orden, para los autores, los conflictos entre los
Estados –comerciales, diplomáticos– no cuestionan las bases mismas del
sistema, que operaría en beneficio de todos los actores (excepto,
obviamente, de los Estados “paria” que son víctima de los ataques
“correctivos” por no ajustarse al orden liberal internacional).
Sin
embargo, aunque los términos de Anderson no son los mismos que los de
estos autores, y correctamente no parece descartar –en abstracto– la
posibilidad de disputas geopolíticas agudas entre las principales
potencias, el panorama que traza no se encuentra muy alejado. Europa,
tal como la analiza en
El nuevo viejo mundo, no es –ni se propone ser– mucho más que un protectorado norteamericano.
En
el caso de Japón, a pesar de que la agenda norteamericana es terminar
con la anomalía de los mercados relativamente cerrados a su capital que
este país mantuvo desde la Guerra Fría, ahora la potencia asiática
parece decidida a ceder a los fines de asegurarse el sostenido apoyo
norteamericano en sus fricciones con China. No hay entonces un panorama
de mayores disputas. De hecho, no se muestran en lo inmediato grandes
amenazas en el horizonte para los dispositivos del imperio. La línea de
falla entre “el universal y el particular” pasa en su análisis por la
relación de los EE.UU. con China. Esta lectura, creemos, subestima la
magnitud del cisma que la crisis iniciada en 2007 empezó a abrir entre
EE.UU. y Europa. Aunque los efectos más catastróficos de la crisis
aparecen contenidos, la condición para lograrlo fue la aplicación de
políticas de emisión monetaria sin precedentes, así como la emisión de
deuda pública en gran escala, y el mejor resultado que se pudo lograr es
afrontar un panorama de crecimiento muy débil que podría prolongarse
durante la próxima década (como sostenía Anwar Shaikh en el número 3 de
esta revista). Las divergencias sobre los modos de afrontar los costos
que ocasionaron las medidas de contención puestas en marcha para
enfrentar la crisis5, crearon tensiones entre Alemania y EE.UU. sin
precedentes desde la II Guerra Mundial. La escala en la cual EE.UU. se
muestra dispuesto a tomar medidas de contención como los llamados “QE”
(relajamientos monetarios cuantitativos) que tienen como efecto
“secundario” trasladar a otros países los costos de la crisis, la
resistencia de Alemania a salvar a toda Europa en los términos indicados
por EE.UU. –que se aflojó pero no despareció–, y los riesgos que sus
exigencias hacia los países de la periferia europea generaron para el
sistema financiero internacional, remiten a divergencias profundas sobre
los modos en que se reestructurará la economía global. Aún ante la
Europa del capital, cuyas clases capitalistas han entrelazado más sus
intereses con los de las corporaciones y bancos norteamericanos, lo que
ponen en juego las ondas expansivas de la crisis contribuye en algunos
aspectos –de forma contradictoria y con mediaciones– a separar lo
universal y lo particular. La imposibilidad de encauzar la crisis más
allá de la contención “rastrera”, el juego de “suma cero” que plantean
los cambios de fondo, hace prever un escenario donde los mayores choques
de clase irán de la mano de disputas más abiertas entre las grandes
potencias económicas, que son quienes más tienen qué ganar y qué perder
en las variantes de salida a la crisis.
¿Resistencias?
No
es casual que Anderson ni siquiera considere esta perspectiva. En su
registro no hay cambios en el paradigma de “pesimismo histórico” (como
lo llamara Gilbert Achcar) expresado en “Renewans” (
NLR 1,
Segunda Época), cuando afirmaba que “el capitalismo norteamericano ha
restablecido sonoramente su primacía en todos los campos –económico,
político, militar y cultural”6. Aunque su crítica a los estrategas
norteamericanos señala que un punto central es su desatención a las
causas subyacentes “del enlentecimiento del crecimiento del producto, el
ingreso per cápita y la productividad, y el aumento concomitante de la
deuda pública, corporativa y de los hogares, no solo en los EE.UU. sino
en el conjunto del mundo capitalista avanzado” (pp. 165/166), en el caso
de Anderson lo que resulta llamativo es el alcance limitado que le da a
los efectos de la crisis actual, que, aún con las políticas de
contención aplicadas, sigue siendo la más extendida y convulsiva desde
la Gran Depresión. Es llamativo que no entren en consideración los
impactos para la ideología que sustenta la capacidad de influencia del
“modelo” norteamericano (un componente central de la hegemonía)7,
considerando que para algunos economistas “los propios criterios de
eficacia del capitalismo están cuestionados”8.
Más sorprendente
resulta considerando que cuando escribió “Renovaciones”, Anderson
planteaba como hipótesis que una profunda crisis económica en Occidente
era uno de los elementos que podía empezar a cambiar el clima
ideológico. Las manifestaciones juveniles y la resistencia obrera a los
ataques ocasionados por la crisis, no parecen alterar el pronóstico de
comienzos de milenio. En la lectura de Anderson, incluso la primavera
árabe ayudó a fortalecer la posición norteamericana en Medio Oriente,
debilitando un adversario como Assad sin que surgiera en Egipto “un
régimen capaz de tener mayor independencia respecto de Washington”, y
llevando a “un fortalecimiento respectivo en el peso y la influencia de
las dinastías petroleras de la península arábiga” aliadas a Washington
(p. 72), aunque ahora inquietas con el acuerdo con Irán.
Anderson
comenta, con ironía, que resulta llamativa “la naturaleza fantástica de
las construcciones” con las que los estrategas norteamericanos buscan
afrontar una realidad con signos de adversidad. “Grandes reajustes en el
tablero de ajedrez de Eurasia, vastos países movidos como tantos
castillos o peones a través de este; extensiones de la OTAN al Estrecho
de Bering” (p. 166). Parece que la única forma de pensar el
restablecimiento del liderazgo norteamericano “fuera imaginar un mundo
enteramente distinto” (p. 166). Parece, leyendo a Anderson, que lo mismo
deberíamos hacer si aspiramos a pensar algún futuro con oportunidades
revolucionarias, aunque a él ni se le ocurra especular al respecto.
1. Nicholas Spykman,
America’s Strategy in World Politics: The United States and the Balance of Power, New York 1942, pp. 7, 21, 19. Citado por Anderson (p. 10).
2. Ídem.
3. Salvo que se indique lo contrario, todas las referencias a los artículos de la
NLR 83 son traducciones propias del autor.
4. Ver Leo Panitch y Sam Gindin, “Capitalismo global e imperio norteamericano”,
Socialist Register, 2004. También Ellen Meiksins Wood, en
El imperio del capital muestra algunos puntos de contacto, aunque sin criticar abiertamente las tesis imperialistas clásicas. Claudio Katz sostiene en
Bajo el imperio del capital, una posición cercana a Panitch y Gindin.
5. Ver Paula Bach, “La discordancia de los tiempos de la crisis capitalista mundial”,
Ideas de izquierda 3, septiembre 2013.
6.
La revista como tal reafirmó la vigencia de las premisas de “Renewals”
en 2010, en un artículo de Susan Watkins, donde afirmaba la inexistencia
de un “sujeto colectivo en condiciones de hacer frente al poder del
capital” (“Shifting Sands”,
NLR 61, segunda época, 2010).
7.
Manifestados como malestar por exponentes ideológicos del capitalismo
liberal, como por ejemplo Gideon Rachman, “Por qué me siento
extrañamente austríaco”,
Financial Times, 9/1/2012.
8. Michel Husson, citado por Juan Chingo en “Crisis y contradicciones del capitalismo del Siglo XXI”,
Estrategia internacional 24, diciembre 2007.
Fuente:Rebelión