por Marcelo Colussi
La literatura lo confirma por doquier: "La burocracia se expande
para satisfacer las necesidades de una burocracia en expansión",
escribió alguna vez mordaz el británico Oscar Wilde. Pensemos
igualmente en algunas de las grandes novelas de Franz Kakfa (El
proceso o El castillo), de principios del siglo XX: los
personajes quedan siempre desgarradoramente atrapados por las redes
de burocracias impersonales que se terminan haciendo patéticas,
trágicas... , como el ejemplo con que abrimos el texto. "Nuestros
dos principales problemas son la gravedad y el papeleo. Nosotros
podemos lidiar con la gravedad, pero a veces el papeleo es
abrumador", dijo apesadumbrado Wernher von Braun, uno de los grandes
científicos del siglo pasado.
La burocracia es un producto de la modernidad. El surgimiento del
Estado moderno es, en otros términos, la aparición de una burocracia
organizada. Es decir: el capitalismo fue haciendo la vida cada vez
más compleja, necesitando un orden crecientemente estricto y
racional para poder funcionar. La burocracia en tanto "gobierno de
los escritorios", es un elemento consustancial a ese crecimiento y
complejización del mundo de la industria en expansión, de las
comunicaciones que globalizan el mundo, de la super especialización
del trabajo.
En otros términos, la burocracia es una forma racional de
organizar una determinada entidad y/o actividad buscando la
optimización en su funcionamiento, para lo que se busca la mayor
precisión, transparencia, velocidad y eficiencia posibles. La
burocracia nació para ayudar la gestión de las cosas, no para
entorpecerla. De hecho, surge en la estructura de los Estados
modernos, pero hoy día ya es parte fundamental de toda gran empresa
(burocracia corporativa), siendo lo que posibilita su funcionamiento
empresarial eficiente a escala planetaria. Max Weber consideró a la
burocracia como una forma de organización que pone el acento en
elementos positivos tales como la precisión, la velocidad, la
claridad, la regularidad, la exactitud y la eficiencia, todo lo cual
se consigue por medio de la división predeterminada del trabajo, de
su supervisión jerárquica y de rigurosas y precisas regulaciones que
lo enmarcan. De ese modo, la burocracia (de Estado o de las grandes
empresas capitalistas) representa un orden racional que deja a un
lado el "capricho" de la dirección, la improvisación o el carisma
del jefe. Si algo tiene de positivo la organización burocrática es
que cada trabajador y/o cada ciudadano se atienen a normas de
funcionamiento, a reglas de juego precisas, y no queda librado a los
azares de la vida.
Merced a esos procedimientos previamente pautados (rígidamente
pautados, se podría agregar), todo el mundo se atiene a normas
preestablecidas que, se supone, deben hacer la cotidianeidad más
organizada, más fácil, menos aleatoria. La eficiencia que se
desprende de esa organización debe pagar el precio de una rutina
burocrática a veces aburrida... o enloquecedora, como en el ejemplo
con que abríamos el presente texto. Pero esos "excesos" son la otra
cara de un proceso que, en principio al menos, promete mayor
racionalidad.
La sociedad capitalista, tanto su Estado como sus empresas
privadas productivas (de bienes o servicios), está fundada sobre ese
rígido orden burocrático. Lo mismo ha sucedido con las experiencias
socialistas; allí la burocracia no solo no tendió a desaparecer sino
que, por el contrario, se maximizó. Puede llegar a decirse que el
socialismo real conocido durante el siglo XX es un socialismo
especialmente burocrático (¿pesadamente burocrático?). Esto ya nos
marca una ruta de por dónde debemos plantearnos las cosas: ¿es la
burocracia un mal necesario?
Ahora bien: en la percepción generalizada de la población, la
burocracia es una carga pesada, una desgracia que hay que
sufrir/soportar. Y ello no es solo "percepción": es una descarnada
realidad. Ejemplos como el de nuestro pensionado no son tan
inusuales. Las burocracias, en principio las estatales, aunque
también ello puede encontrarse en la iniciativa privada, muchas
veces terminan convirtiéndose en un martirio para el usuario. La
excesiva actividad regulatoria termina produciendo duplicación de
esfuerzos y, en muchos casos, ineficiencia administrativa. En vez de
facilitarse la solución de problemas, los mismos se perpetúan y las
soluciones se demoran excesiva e innecesariamente.
Valga este ejemplo: durante la época colonial de América (siglos
XVI al XIX), el reino de España llegó a tener alrededor de 400 000
leyes para regular la administración de tan vastos territorios. Si
bien en 1681 hubo un intento de racionalización de tamaño monstruo
burocrático reduciéndose a 11 000, el peso paquidérmico y la
ineficiencia de ese aparato más que facilitar las cosas, las fue
tornando cada vez más inviables. No solo por eso, pero sí como un
elemento más que contribuyó, finalmente la Corona española tuvo que
retirarse de esas tierras. La ineficiencia y corrupción de la
burocracia colonial se hizo evidente, y su peso se tornó
inmanejable. En buena medida esa "cultura burocrática" quedó
instalada en tierras latinoamericanas; de ahí el "cáncer"
burocrático de nuestras administraciones públicas.
Ahora bien: ¿por qué esa percepción generalizada de los usuarios
(la población en general) que considera a la burocracia como pesada,
molesta, especialmente rígida, falta de creatividad para solucionar
situaciones novedosas que se salen del manual, enloquecedora? Porque
de hecho, en innumerables situaciones así funciona.
En el marco de la empresa privada la burocracia tiende a ser
menos ineficiente en la atención de sus usuarios porque allí
"pérdida de tiempo" significa "pérdida de dinero". Y si algo pone en
marcha y mantiene esa lógica es el lucro. Por tanto, aunque el
cliente no es más que un consumidor al que se hace prosternar
reverencial ante el altar del consumo, no se le trata tan mal,
porque en definitiva es él quien paga. En el ámbito de la burocracia
pública, allí donde se extiende el prejuicio que "en el Estado no
hay patrón" y que las prestaciones son "gratuitas" (¡como que nadie
las pagara!: son un derivado de la plusvalía que circula
socialmente), el burócrata tiene la aureola de intocable. El poder
de la burocracia, rígida y refractaria a cualquier cambio, y más
allá de su ineficiencia, de su espíritu "enloquecedor" que en muchos
casos nada sirve al usuario más que para "enloquecerlo", está
bastante ilimitado allí. Las burocracias, entonces, no están en
función de facilitar las cosas transparentándolas y haciéndolas
eficientes sino que permiten la corrupción y, en muchos casos, son
un obstáculo para el buen funcionamiento.
¿Se podrá eliminar ese chaleco de fuerza burocrático? En las
sociedades opulentas del Primer Mundo, donde las tecnologías cambian
día a día la vida cotidiana, estaríamos tentados a decir que sí,
producto justamente de esas tecnologías que facilitan y simplifican
los procedimientos. Pero bien observado, los niveles de control que
esas burocracias ejercen sobre sus poblaciones es infinitamente
mayor al que se ejerce en los estados de las sociedades pobres. Es,
en todo caso, más sutil, más sofisticado, y el "papeleo" en cuestión
es menor. Pero los grados de control y manipulación son mayores aún.
¿Y en el socialismo? La sociedad de "productores libres
asociados" concebida por Marx y Engels hace siglo y medio, libre de
ataduras burocráticas, aún parece que está lejos. Nadie dice que sea
imposible. Lo que sí, lo que la experiencia concreta mostró en los
primeros balbuceos del socialismo del siglo XX es que la burocracia
tomó un papel preponderante en la organización. ¿Mal necesario del
que ninguna sociedad compleja puede escaparse? El reto es ir más
allá de eso. Como dijera Hegel: "El límite solo se conoce yendo más
allá".
(Fragmentos tomados de ARGENPRESS.info)