Por Silvio Rodriguez
Alfredo
De izquierda
a derecha Julio García Espinosa, Alfredo Guevara, Silvio Rodríguez y Enrique
Pineda Barnet en la inauguración de la exposición homenaje al GESI. Foto. Paco
Bou
Lo conocí
personalmente en 1968, después del primer concierto que hicimos en Casa de las
Américas. Por
entonces empezó a visitar nuestra vivienda de la calle Gervasio, donde nos
apretábamos mi madre y su marido, mis hermanas y yo. Sobre la estrecha sala del
mínimo apartamento había una ventana grande que sólo se abría unas pulgadas,
porque topaba con el edificio de al lado. Cuando descubrió el detalle lo vi
desbarrar furioso sobre la falta de humanidad capitalista, capaz de vender la
ilusión de un ventanal que daba a un muro.
A partir de
aquel día me empecé a acostumbrar a sus observaciones y también a sus manías,
como la de andar con un saco sobre los hombros (decía que para protegerse los
pulmones), o aquella otra de solamente comer pollo. Desde el principio
coincidimos en una cosa: el verdadero helado es el de chocolate; todos los demás
son pretensiones.
Nuestras
primeras pláticas, en su despacho del 7mo piso, casi siempre giraban en torno a
temas culturales. Qué leía, qué cine o qué pintura me gustaba, si asistía al
teatro. Cuando algo me hacía explotar también entraba allí y le soltaba mis
demonios. Haydee Santamaría y él fueron los primeros padres revolucionarios con
quienes pude conversar “a calzón quitao”.
Cierta vez
estuvo en Brasil, en plena dictadura militar, donde pudo ver las
manifestaciones estudiantiles y la complicidad de la canción naciente con la
rebeldía. Cuando llegó a La Habana nos invitó a Leo Brouwer y a mi a la
conferencia en la que iba a contar su viaje. Nos pidió que al final no nos
fuéramos y luego nos llevó a su despacho, para hablarnos de un posible proyecto
de investigación musical, de un taller experimental donde nuestras raíces se
fusionaran a expresiones afines. Fue la primera vez que se habló sobre lo que
después sería el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC.
Cuando
Maurice Bejart fue a La Habana con su Ballet del Siglo XX, me hizo ir con él al
Gran Teatro. La tarde
inolvidable empezó con un Raga en el que una pareja, en un mínimo espacio,
recorría de principio a fin el Kama Sutra. En otro de los actos la actriz
española María Casares decía unos versos a la noche. El último ballet era el
Bolero de Ravel: una flama dorada bailando sobre una mesa enorme, asaltada por
un sinfín de cuerpos. Al final sólo uno lograba la fusión, para empezar la
vida.
El 30 de
diciembre de 1970, cerca de las 12 de la noche, bajé las escaleras de mi
edificio y caminé hasta la esquina para llamarle por teléfono y felicitarle por
su cumpleaños 45. Me dijo que se sentía muy mal, precisamente por cumplir
aquella edad, ya que cuando joven se había prometido no ir más allá de los
cuarenta. Desde aquella vez, siempre que coincidíamos en Cuba, no dejé de
llamarle los 30 de diciembre a las 12 de la noche.
Inexplicablemente,
el último diciembre olvidé llamarle. Unos días después sonó el teléfono y era
él, diciéndome que se había quedado esperando.
Desde la
adolescencia fue un apasionado del cine y junto a otros entusiastas tuvo
experiencias iniciáticas. Estudió Filosofía y Letras. En la década del 50, por sus actividades
revolucionarias, fue preso y torturado brutalmente. Se exilió en México, donde
fue asistente de dirección de Luís Buñuel, en su película Nazarín.
Después del
triunfo de la Revolución fundó el Instituto Cubano de Artes e Industria
Cinematográficos y el Festival de Cine de La Habana, que dirigió hasta el
mediodía de hoy, en que un infarto nos lo llevó.
Alfredo
Guevara.
(Tomado de
Segunda Cita)