Un verdadero debate sobre Revlución
26 de junio 2013 por Jorge Luis Acanda
Cuando Elier (Dr. Elier Ramírez)
me invitó a venir a hablar sobre este tema, de “qué significa ser
revolucionario hoy”, y me dijo que sería un tórrido miércoles de junio a las
cuatro de la tarde, tuve dudas de que ese tema lograra convocar a una cantidad
apreciable de personas. Al llegar aquí y constatar que, a pesar del infernal
calor, de la contundencia del sol que nos golpea a esta hora y de las
dificultades del transporte, este salón rebosa de público, inmediatamente me
vino a la mente la conocida historia de aquel poeta enamorado al que el objeto
de su amor le preguntó qué es la poesía y él le respondió: “poesía eres tú”. El
que ustedes hayan venido hasta aquí pese a todos los inconvenientes, me permite
parafrasear a aquel poeta y decir que si los aquí presentes me preguntan qué
cosa es ser revolucionario yo les respondería que revolucionarios son ustedes.
Y ello no sería un mero recurso comunicativo para ganarme de inicio el favor de
este auditorio, sino expresión de la alegría que me produce constatar que, no
obstante los obstáculos mencionados, una cantidad apreciable de personas se
reúnen hoy aquí. Alegría motivada por la impresión que tengo de que a muchos en
este país ya no les interesa este tema sobre lo que es la revolución y sobre la
definición o conceptualización de lo que significa ser revolucionario. Quiero
ser cuidadoso con las palabras y simplemente digo que a mucha gente eso no le
interesa. No puedo afirmar que sea a la mayoría, pero si sostengo la opinión de
que para un sector importante de nuestra población este tema provoca desinterés
e incluso rechazo. Como mínimo, se puede afirmar que las palabras “revolución”
y “revolucionario” han sufrido un desgaste en este último medio siglo. Se han
utilizado tanto para encubrir chapucerías, improvisaciones, voluntarismos y
errores de todo tipo, que han perdido mucho de su fuerza inicial. Y eso, en el
caso específico de Cuba, es algo muy llamativo, porque – a diferencia de muchas
otras naciones – en la nuestra la palabra “revolución” ha ocupado un lugar
importante y muy positivo en el imaginario y en el vocabulario político desde
hace ya casi siglo y medio. Desde el inicio de nuestras luchas independentistas
en 1868 la palabra revolución adquirió un halo glorioso. Durante los primeros
veinte años del siglo XX se difuminó un poco, pero con la llegada del Machadato
y de las luchas contra él volvió a convertirse en un referente cargado de
prestigio. Muchos movimientos políticos reivindicaban el adjetivo de
“revolucionario” y lo colocaban en sus nombres, aunque de tales no tuvieran
nada. Los grupos gangsteriles de fines de los años 30 y la década del 40,
curiosa mezcla de pistolerismo y corrupción, utilizaban ese adjetivo para
denominarse a sí mismos. Que la utilización de las palabras revolución y
revolucionario tenían una carga legitimadora per se lo demuestra el hecho
curiosísimo de que el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952 intentó
presentarse a sí mismo como la “revolución marcista” (y pido que se observe que
escribo aquí – tal como se escribió en aquella época – “marcista” y no
“marxista”, pues refería precisamente al mes en el que tuvo lugar aquel golpe
de Estado). A partir de esa fecha se crearon varias organizaciones para
oponerse a la dictadura batistiana y una vez más se repitió la circunstancia de
que muchas, incluso las que de revolucionarias no tenían nada, invocaban o
utilizaban ese adjetivo. Después de enero de 1959 todos en Cuba éramos
revolucionarios. Había un consenso mayoritario de que el derrocamiento de la
dictadura debía abrir paso a transformaciones en la sociedad cubana. Un
consenso de que era necesario resolver problemas tales como la existencia del
latifundio y sus consecuencias sociales en el campo, la corrupción política, el
analfabetismo, el desempleo, etc. Eso no quiere decir que todos realmente
quisieran resolver esos problemas. Está claro que los terratenientes no estaban
interesados en eliminar el latifundio ni la clase política quería erradicar la
corrupción de la que medraba, pero no podían oponerse públicamente a ello. La
inmensa mayoría de la población quería transformaciones profundas. Querían una
revolución. Y la interrogante, el problema, se planteaba en términos de qué
cosa era esa revolución, de cómo debía ser. Qué características tenía que
tener. Y opino que uno de los grandes méritos de Fidel consistió en demostrar
que la revolución en Cuba tenía que ser socialista si quería ser verdadera. Que
revolución era sinónimo de socialismo. Y durante aquellos dos o tres primeros
años de la década del 60 uno de los campos de la lucha ideológica se centraba
en torno al contenido del concepto de revolución y de lo que era verdaderamente
revolucionario, con la circunstancia de que a los enemigos de la Revolución (y
ahora utilizo el concepto con mayúscula, porque me estoy refiriendo a un objeto
específico – el proyecto de transformación social socialista) no les quedaba
más remedio que continuar reivindicando para sí el ser ellos los verdaderos revolucionarios,
tal era el prestigio y la carga legitimadora que el concepto tenía. Para
confirmarlo voy a poner solamente dos botones de muestra: el primero, que una
de la organizaciones contra-revolucionarias más importante de aquellos años se
auto-denominó “Movimiento de Recuperación Revolucionaria”; el segundo, que el
mismísimo presidente de los EE UU en ese momento, John F. Kennedy, se refirió a
la nuestra como una “revolución traicionada” para legitimar la abierta y
directa implicación del imperio en la invasión de Playa Girón.
Fue el proyecto socialista el que triunfó en aquella batalla semántica, y para todos quedó claro que revolución era socialismo. Y el concepto siguió presente en nuestro vocabulario político y continuó manteniendo su sentido positivo y legitimador. Y se continuó utilizando para legitimar estrategias y tácticas políticas. Se invocaron diversas campañas de “profundización revolucionaria” en distintos momentos durante las décadas de los 60 y los 70. El año 1965 presenció el inicio de la “Ofensiva Revolucionaria”, que sería relanzada en 1968. Y en 1985 se desencadenó el “Proceso de Rectificación”, llamado a eliminar las tendencias negativas que sacaban a la revolución socialista de su cauce “natural” y desvirtuaban la esencia de lo revolucionario.
Si hago todo este recuento histórico es para explicar por qué la erosión del poder de convocatoria de ese término y de su carga legitimadora amerita una reflexión profunda. Entiéndaseme bien: no estoy afirmando que la población cubana no sea revolucionaria. Todo lo contrario. Pero, como dije más arriba, los términos “revolución” y “revolucionario” han sufrido tanto mal uso y abuso que han sido desplazados del lugar que ocupaban en nuestro imaginario. De ahí que tenga sentido que retomemos un tema que más de una vez se ha presentado en nuestra historia, pero ahora de una forma más dramática. Y que también tenga sentido que el adverbio de tiempo “ahora”, colocado al final de la pregunta sobre qué significa ser revolucionario, sea imprescindible. Porque la historia no transcurre por gusto y la memoria colectiva y el inconsciente colectivo se cargan de elementos que no pueden ignorarse, aunque a alguno no le guste o no le convenga tenerlos en cuenta.
Mientras preparaba estas líneas, recordé una vez, hace muchos años, allá a fines de los años 60, que me encontraba en un cine y comenzaron a exhibir un Noticiero ICAIC en el que le planteaban a una serie de figuras públicas la pregunta sobre qué características debía tener un revolucionario. Después de tantos años no recuerdo el nombre de casi ninguno de los entrevistados ni lo que respondieron. Y digo “casi ninguno” porque lo único que retengo es que una de esas figuras fue Haydee Santamaría. Y recuerdo, como si fuera hoy, que cuando le hicieron la pregunta, ella – que para mí es el personaje femenino más simbólico de la revolución – miró a la cámara con aquellos ojos tan profundos que tenía y rápidamente respondió: “un revolucionario tiene que tener condición humana”. ¿Por qué quedó en mi memoria su afirmación y ni siquiera guardo un leve rastro no ya de las respuestas sino ni siquiera de los nombres de las otras personas que aparecieron en aquel noticiero? ¿Por qué en aquel momento su respuesta me impresionó mucho más que todas las otras? Y otra pregunta, ya no dirigida al pasado, sino al presente: ¿por qué pasados tantos años ese recuerdo sigue en mí? Para la primera interrogante sólo puedo avanzar una suposición. Es muy probable que los otros entrevistados dieran las respuestas al uso que se emplean cuando de tan elevado tema se habla. Es muy probable que hayan dicho que el revolucionario debe ser un luchador inclaudicable, un ser sin tacha y sin temor, etc. Pero Haydee, que podía dar lecciones de valentía y de entrega sin límites, acudió a algo mucho más simple y por eso mucho más entrañable y más esencial: a la condición humana. A la segunda pregunta puedo responder con toda seguridad. El recuerdo de aquella definición permaneció en mi reforzado por la experiencia vivida en todos estos años de comportamientos, medidas, decisiones, que han reflejado una gran carencia de condición humana. Y cuando una persona o una institución actúan en nombre de la Revolución ignorando los elementales principios de la condición humana, le hace con ello un daño inmenso a esa misma revolución que dice defender.
Y esa anécdota sobre Haydee Santamaría quiero vincularla con otra. Se la oí a Ambrosio Fornet en una multitudinaria reunión en Casa de las Américas, a la sazón de aquello que algunos han llamado “la guerra de los e-mails”. Si no recuerdo mal, refería a alguna figura importante del mundo del arte que, al enterarse de que el Consejo Nacional de Cultura (CNC) dejaba de existir y en su lugar se creaba el Ministerio de Cultura y que al frente había sido colocado Armando Hart, expresó su conformidad y alegría con la decisión concentrándolo en una definición: “es una persona decente”. La historia es para mí profundamente impresionante y aleccionadora. El Consejo Nacional de Cultura había sido dirigido por personas que tenían una larga militancia de lucha política y que, al recibir una cierta cuota de poder, habían convertido el campo de la creación artística en un verdadero infierno de intolerancia, dogmatismo, exclusión y represión. Justamente habían logrado un resultado totalmente contrario al que había obtenido Haydee Santamaría al frente de Casa de las Américas. Ya hoy podemos afirmar que aquellos dirigentes del CNC (innombrables por i-recordables, pues la simple reaparición pública de algunos de ellos provocó una tormenta en el mundo de la creación artística que nuestro Estado sólo pudo manejar hundiéndolos otra vez en el olvido) le hicieron un daño enorme a la Revolución. Algunos de ellos tenían profundos conocimientos teóricos sobre el arte y la literatura. Los que no tenía Haydee. Y durante años habían pertenecido a un partido marxista-leninista, cumplido rigurosamente con la disciplina partidaria, sufrido persecuciones políticas, demostrado intransigencia en los principios, etc. Pero la política que impusieron desde la esfera de poder que se les había entregado era francamente contra-revolucionaria. Sin embargo, Haydee si había sido verdaderamente revolucionaria en su accionar como presidenta de Casa de las Américas. Porque, además de poseer todas las características antes mencionadas (disciplina, intransigencia, valor), colocó la condición humana (su condición humana) siempre en un primer lugar, como principio clave de su proceder. Recordando la historia de lo ocurrido en el campo de la creación artística en nuestra Revolución y comparándola con lo ocurrido en otros países socialistas, se puede legítimamente establecer una conexión interna entre las así llamadas “políticas culturales” en la historia de los movimientos revolucionarios de corte marxista y los valores morales. La doctrina del “realismo socialista” sólo podía imponerse mediante conductas inmorales, indecentes, que violaban la dignidad de la condición humana, porque racionalmente es indefendible. Y si seguimos repasando la experiencia de noventa años de intentos de construcción del socialismo en tres continentes, y del campo del arte pasamos al campo de la economía, al campo de la educación, y así sucesivamente, podemos fijar una conexión interna entre la política y la moral. Todas esas posiciones, líneas, comportamientos y doctrinas políticas que llevaron a aquellas revoluciones socialistas a su suicidio fueron impuestas y realizadas por personas que no quisieron comprender que no se puede ser revolucionario ignorando los valores de la dignidad individual, los principios de la decencia y la moral. Por personas que eran consideradas – según el calificador de cargos imperante en aquellas sociedades – como revolucionarias, pero que no lo eran, precisamente por ser inmorales.
Después de todo lo dicho, puedo adelantar una primera respuesta a la pregunta sobre qué significa ser revolucionario hoy. Y para ello acudo a lo que hace cuarenta años dijera Haydee Santamaría: tener condición humana. Y a reafirmar lo que un poco después dijera aquel artista: ser una persona decente. Un primer criterio para poder valorar como “revolucionario” una línea política, una conducta individual o un comportamiento colectivo o institucional, reside precisamente en eso. Y si los conceptos de “revolución” y “revolucionario” han sufrido una erosión importante de su poder de convocatoria y atracción en Cuba hoy, ello se debe en buena medida a que muchas veces se les ha asociado espuriamente con conductas que carecen de rigor ético. Si una persona que posee una cierta cuota de poder es interpelada públicamente por un joven que simplemente, en pleno uso de su derecho más elemental y actuando con total honestidad expresa sus dudas, y después ese joven es sometido a un fuerte acoso por un grupo de oportunistas y lambiscones y aquella persona que posee esa cierta cuota de poder no hace nada por impedir ese acoso, estamos en presencia de una conducta totalmente inmoral. Profundamente indecente. Tanto por parte de los acosadores como del “poder-habiente”. Unos por acción y el otro por omisión. Porque todos ellos han vulnerado los más elementales principios de una ética que, no por tener muchos años de existencia, ha perdido su validez. La soberbia, el oportunismo, la mentira, son contra-revolucionarias. Le han hecho más daño a nuestra Revolución que cualquier otra cosa.
Pero esto es sólo un primer paso. Más arriba señalé que, en la importantísima batalla sobre el contenido del concepto de revolución que se desarrolló entre 1959 y 1962 (una batalla que fue semántica y no por ello menos decisiva, sino todo lo contrario), se logró identificar “revolución” con socialismo. También hoy lo revolucionario es lo socialista. Y estoy convencido de que hoy, como nunca, los conceptos de patria, independencia y dignidad, están indisolublemente vinculados al de socialismo. Por lo que, necesariamente, discutir sobre el concepto de revolución tiene que implicar la reflexión sobre el concepto de socialismo. Aquí también se ha escrito mucho y se ha maltratado en demasía a esta palabra. Voy a ser breve: socialismo tiene que significar socialización del poder y socialización de la propiedad. O, para decirlo en un orden de prioridad: socialización de la propiedad y socialización del poder. Y entonces tengo que traer a colación otro concepto que me parece seminal: derechos de ciudadanía. Cuando permitimos que los términos “compañero” y “ciudadano” se establecieran en el imaginario popular como antagónicos, perdimos una batalla semántica, y ya hemos visto que esas son muy importantes. En la tradición del republicanismo democrático, tradición que está en el fundamento de la revolución socialista, el ciudadano es sujeto activo de derechos, los cuales considera como irrenunciables e inalienables. Si “compañero” designa al que comparte conmigo no sólo el pan sino también un propósito vital, y este propósito vital es la revolución, “compañero” no puede significar hacer dejación de mis derechos ciudadanos o transferírselos a otro. No todo ejercicio de derechos de ciudadanía activa tiene que implicar una acción revolucionaria, pero no puede ser revolucionario algo que lacere, disminuya o niegue a la ciudadanía activa. Precisamente porque la socialización del poder significa eso.
Y ahora acudo a un concepto que utilizó Antonio Gramsci, el concepto de organicidad. Aplicándolo al tema que aquí nos convoca, afirmo que una idea, una actitud, una institución, un principio, una conducta, son revolucionarios si son orgánicos con los principios de la revolución. Es decir, si promueven esa necesaria socialización del poder y de la propiedad. Si un profesor se convierte en un agente multiplicador de una enseñanza verticalista, memorística e instrumental, su proceder es orgánico con la reproducción de las estructuras enajenantes y explotadoras típicas del capitalismo. Pero si ese profesor en su actividad profesional cotidiana estimula la formación y desarrollo del pensamiento crítico en sus alumnos, su actuación profesional es profundamente revolucionaria. Y eso es lo verdaderamente importante. Si un creador artístico, sea un músico, un director de televisión o de cine, por poner un ejemplo, produce un objeto artístico que promueve la enajenación del individuo, como creador artístico no es revolucionario, aunque participe en todas las marchas y asista a todas las reuniones. Si el accionar de un dirigente político no es congruente, consustancial, coherente (orgánico, en suma) con los principios de la dignidad humana y de la moral, con el ejercicio activo por todos de los derechos de ciudadanía, con el desarrollo de las capacidades personales y de las estructuras sociales que permitan la socialización del poder y de la propiedad, su actividad no es revolucionaria.
Retomando mi recuerdo de adolescente de aquel documental, y extrayendo lo que para mí son adecuadas conclusiones, no quiero venir aquí a pontificar sobre el concepto de revolucionario convirtiéndolo en sinónimo de héroe perpetuo. Es cierto que toda revolución necesita de héroes. Pero no es menos cierto que las revoluciones no la hacen sólo los héroes. Las hacen millones de personas que, en su bregar cotidiano, en su trabajo, en el desempeño de sus diferentes roles sociales, son orgánicos – es decir, coherentes, congruentes, pertinentes – con el ideal de socialización de la propiedad y la socialización del poder que la revolución, inevitablemente, tiene que representar.
Fue el proyecto socialista el que triunfó en aquella batalla semántica, y para todos quedó claro que revolución era socialismo. Y el concepto siguió presente en nuestro vocabulario político y continuó manteniendo su sentido positivo y legitimador. Y se continuó utilizando para legitimar estrategias y tácticas políticas. Se invocaron diversas campañas de “profundización revolucionaria” en distintos momentos durante las décadas de los 60 y los 70. El año 1965 presenció el inicio de la “Ofensiva Revolucionaria”, que sería relanzada en 1968. Y en 1985 se desencadenó el “Proceso de Rectificación”, llamado a eliminar las tendencias negativas que sacaban a la revolución socialista de su cauce “natural” y desvirtuaban la esencia de lo revolucionario.
Si hago todo este recuento histórico es para explicar por qué la erosión del poder de convocatoria de ese término y de su carga legitimadora amerita una reflexión profunda. Entiéndaseme bien: no estoy afirmando que la población cubana no sea revolucionaria. Todo lo contrario. Pero, como dije más arriba, los términos “revolución” y “revolucionario” han sufrido tanto mal uso y abuso que han sido desplazados del lugar que ocupaban en nuestro imaginario. De ahí que tenga sentido que retomemos un tema que más de una vez se ha presentado en nuestra historia, pero ahora de una forma más dramática. Y que también tenga sentido que el adverbio de tiempo “ahora”, colocado al final de la pregunta sobre qué significa ser revolucionario, sea imprescindible. Porque la historia no transcurre por gusto y la memoria colectiva y el inconsciente colectivo se cargan de elementos que no pueden ignorarse, aunque a alguno no le guste o no le convenga tenerlos en cuenta.
Mientras preparaba estas líneas, recordé una vez, hace muchos años, allá a fines de los años 60, que me encontraba en un cine y comenzaron a exhibir un Noticiero ICAIC en el que le planteaban a una serie de figuras públicas la pregunta sobre qué características debía tener un revolucionario. Después de tantos años no recuerdo el nombre de casi ninguno de los entrevistados ni lo que respondieron. Y digo “casi ninguno” porque lo único que retengo es que una de esas figuras fue Haydee Santamaría. Y recuerdo, como si fuera hoy, que cuando le hicieron la pregunta, ella – que para mí es el personaje femenino más simbólico de la revolución – miró a la cámara con aquellos ojos tan profundos que tenía y rápidamente respondió: “un revolucionario tiene que tener condición humana”. ¿Por qué quedó en mi memoria su afirmación y ni siquiera guardo un leve rastro no ya de las respuestas sino ni siquiera de los nombres de las otras personas que aparecieron en aquel noticiero? ¿Por qué en aquel momento su respuesta me impresionó mucho más que todas las otras? Y otra pregunta, ya no dirigida al pasado, sino al presente: ¿por qué pasados tantos años ese recuerdo sigue en mí? Para la primera interrogante sólo puedo avanzar una suposición. Es muy probable que los otros entrevistados dieran las respuestas al uso que se emplean cuando de tan elevado tema se habla. Es muy probable que hayan dicho que el revolucionario debe ser un luchador inclaudicable, un ser sin tacha y sin temor, etc. Pero Haydee, que podía dar lecciones de valentía y de entrega sin límites, acudió a algo mucho más simple y por eso mucho más entrañable y más esencial: a la condición humana. A la segunda pregunta puedo responder con toda seguridad. El recuerdo de aquella definición permaneció en mi reforzado por la experiencia vivida en todos estos años de comportamientos, medidas, decisiones, que han reflejado una gran carencia de condición humana. Y cuando una persona o una institución actúan en nombre de la Revolución ignorando los elementales principios de la condición humana, le hace con ello un daño inmenso a esa misma revolución que dice defender.
Y esa anécdota sobre Haydee Santamaría quiero vincularla con otra. Se la oí a Ambrosio Fornet en una multitudinaria reunión en Casa de las Américas, a la sazón de aquello que algunos han llamado “la guerra de los e-mails”. Si no recuerdo mal, refería a alguna figura importante del mundo del arte que, al enterarse de que el Consejo Nacional de Cultura (CNC) dejaba de existir y en su lugar se creaba el Ministerio de Cultura y que al frente había sido colocado Armando Hart, expresó su conformidad y alegría con la decisión concentrándolo en una definición: “es una persona decente”. La historia es para mí profundamente impresionante y aleccionadora. El Consejo Nacional de Cultura había sido dirigido por personas que tenían una larga militancia de lucha política y que, al recibir una cierta cuota de poder, habían convertido el campo de la creación artística en un verdadero infierno de intolerancia, dogmatismo, exclusión y represión. Justamente habían logrado un resultado totalmente contrario al que había obtenido Haydee Santamaría al frente de Casa de las Américas. Ya hoy podemos afirmar que aquellos dirigentes del CNC (innombrables por i-recordables, pues la simple reaparición pública de algunos de ellos provocó una tormenta en el mundo de la creación artística que nuestro Estado sólo pudo manejar hundiéndolos otra vez en el olvido) le hicieron un daño enorme a la Revolución. Algunos de ellos tenían profundos conocimientos teóricos sobre el arte y la literatura. Los que no tenía Haydee. Y durante años habían pertenecido a un partido marxista-leninista, cumplido rigurosamente con la disciplina partidaria, sufrido persecuciones políticas, demostrado intransigencia en los principios, etc. Pero la política que impusieron desde la esfera de poder que se les había entregado era francamente contra-revolucionaria. Sin embargo, Haydee si había sido verdaderamente revolucionaria en su accionar como presidenta de Casa de las Américas. Porque, además de poseer todas las características antes mencionadas (disciplina, intransigencia, valor), colocó la condición humana (su condición humana) siempre en un primer lugar, como principio clave de su proceder. Recordando la historia de lo ocurrido en el campo de la creación artística en nuestra Revolución y comparándola con lo ocurrido en otros países socialistas, se puede legítimamente establecer una conexión interna entre las así llamadas “políticas culturales” en la historia de los movimientos revolucionarios de corte marxista y los valores morales. La doctrina del “realismo socialista” sólo podía imponerse mediante conductas inmorales, indecentes, que violaban la dignidad de la condición humana, porque racionalmente es indefendible. Y si seguimos repasando la experiencia de noventa años de intentos de construcción del socialismo en tres continentes, y del campo del arte pasamos al campo de la economía, al campo de la educación, y así sucesivamente, podemos fijar una conexión interna entre la política y la moral. Todas esas posiciones, líneas, comportamientos y doctrinas políticas que llevaron a aquellas revoluciones socialistas a su suicidio fueron impuestas y realizadas por personas que no quisieron comprender que no se puede ser revolucionario ignorando los valores de la dignidad individual, los principios de la decencia y la moral. Por personas que eran consideradas – según el calificador de cargos imperante en aquellas sociedades – como revolucionarias, pero que no lo eran, precisamente por ser inmorales.
Después de todo lo dicho, puedo adelantar una primera respuesta a la pregunta sobre qué significa ser revolucionario hoy. Y para ello acudo a lo que hace cuarenta años dijera Haydee Santamaría: tener condición humana. Y a reafirmar lo que un poco después dijera aquel artista: ser una persona decente. Un primer criterio para poder valorar como “revolucionario” una línea política, una conducta individual o un comportamiento colectivo o institucional, reside precisamente en eso. Y si los conceptos de “revolución” y “revolucionario” han sufrido una erosión importante de su poder de convocatoria y atracción en Cuba hoy, ello se debe en buena medida a que muchas veces se les ha asociado espuriamente con conductas que carecen de rigor ético. Si una persona que posee una cierta cuota de poder es interpelada públicamente por un joven que simplemente, en pleno uso de su derecho más elemental y actuando con total honestidad expresa sus dudas, y después ese joven es sometido a un fuerte acoso por un grupo de oportunistas y lambiscones y aquella persona que posee esa cierta cuota de poder no hace nada por impedir ese acoso, estamos en presencia de una conducta totalmente inmoral. Profundamente indecente. Tanto por parte de los acosadores como del “poder-habiente”. Unos por acción y el otro por omisión. Porque todos ellos han vulnerado los más elementales principios de una ética que, no por tener muchos años de existencia, ha perdido su validez. La soberbia, el oportunismo, la mentira, son contra-revolucionarias. Le han hecho más daño a nuestra Revolución que cualquier otra cosa.
Pero esto es sólo un primer paso. Más arriba señalé que, en la importantísima batalla sobre el contenido del concepto de revolución que se desarrolló entre 1959 y 1962 (una batalla que fue semántica y no por ello menos decisiva, sino todo lo contrario), se logró identificar “revolución” con socialismo. También hoy lo revolucionario es lo socialista. Y estoy convencido de que hoy, como nunca, los conceptos de patria, independencia y dignidad, están indisolublemente vinculados al de socialismo. Por lo que, necesariamente, discutir sobre el concepto de revolución tiene que implicar la reflexión sobre el concepto de socialismo. Aquí también se ha escrito mucho y se ha maltratado en demasía a esta palabra. Voy a ser breve: socialismo tiene que significar socialización del poder y socialización de la propiedad. O, para decirlo en un orden de prioridad: socialización de la propiedad y socialización del poder. Y entonces tengo que traer a colación otro concepto que me parece seminal: derechos de ciudadanía. Cuando permitimos que los términos “compañero” y “ciudadano” se establecieran en el imaginario popular como antagónicos, perdimos una batalla semántica, y ya hemos visto que esas son muy importantes. En la tradición del republicanismo democrático, tradición que está en el fundamento de la revolución socialista, el ciudadano es sujeto activo de derechos, los cuales considera como irrenunciables e inalienables. Si “compañero” designa al que comparte conmigo no sólo el pan sino también un propósito vital, y este propósito vital es la revolución, “compañero” no puede significar hacer dejación de mis derechos ciudadanos o transferírselos a otro. No todo ejercicio de derechos de ciudadanía activa tiene que implicar una acción revolucionaria, pero no puede ser revolucionario algo que lacere, disminuya o niegue a la ciudadanía activa. Precisamente porque la socialización del poder significa eso.
Y ahora acudo a un concepto que utilizó Antonio Gramsci, el concepto de organicidad. Aplicándolo al tema que aquí nos convoca, afirmo que una idea, una actitud, una institución, un principio, una conducta, son revolucionarios si son orgánicos con los principios de la revolución. Es decir, si promueven esa necesaria socialización del poder y de la propiedad. Si un profesor se convierte en un agente multiplicador de una enseñanza verticalista, memorística e instrumental, su proceder es orgánico con la reproducción de las estructuras enajenantes y explotadoras típicas del capitalismo. Pero si ese profesor en su actividad profesional cotidiana estimula la formación y desarrollo del pensamiento crítico en sus alumnos, su actuación profesional es profundamente revolucionaria. Y eso es lo verdaderamente importante. Si un creador artístico, sea un músico, un director de televisión o de cine, por poner un ejemplo, produce un objeto artístico que promueve la enajenación del individuo, como creador artístico no es revolucionario, aunque participe en todas las marchas y asista a todas las reuniones. Si el accionar de un dirigente político no es congruente, consustancial, coherente (orgánico, en suma) con los principios de la dignidad humana y de la moral, con el ejercicio activo por todos de los derechos de ciudadanía, con el desarrollo de las capacidades personales y de las estructuras sociales que permitan la socialización del poder y de la propiedad, su actividad no es revolucionaria.
Retomando mi recuerdo de adolescente de aquel documental, y extrayendo lo que para mí son adecuadas conclusiones, no quiero venir aquí a pontificar sobre el concepto de revolucionario convirtiéndolo en sinónimo de héroe perpetuo. Es cierto que toda revolución necesita de héroes. Pero no es menos cierto que las revoluciones no la hacen sólo los héroes. Las hacen millones de personas que, en su bregar cotidiano, en su trabajo, en el desempeño de sus diferentes roles sociales, son orgánicos – es decir, coherentes, congruentes, pertinentes – con el ideal de socialización de la propiedad y la socialización del poder que la revolución, inevitablemente, tiene que representar.
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“El revolucionario no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber”
por Esteban Morales
Para ser
revolucionario hay que ser un hombre de su tiempo y como los
tiempos cambian, hay que cambiar con ellos. No se trata de ser una veleta,
ni de dejarse dominar por el tiempo, sino de desafiar siempre el presente
en función de lograr el mejor futuro.
Revolucionario es aquel que mira siempre hacia delante y toma en cuenta la
experiencia histórica para superarla. Pues solo sabemos a dónde vamos si
sabemos de dónde venimos.
Pero no se puede vivir en el pasado, hay que tener los pies siempre en el
presente y avanzando hacia el futuro. En eso nos diferenciamos los
revolucionarios de los que no lo son. Estos últimos, creyendo a veces que
son revolucionarios, tienden a regodearse en las glorias pasadas y miran
a los que se mueven hacia el futuro, como si quisieran disputarle los
meritos y el espacio .Es que como decía Martí, “el revolucionario no mira
de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber” y el deber más
grande que tiene un revolucionario es garantizar el mejor futuro para su
pueblo. Aunque para ello tenga que sacrificar su presente.
En los momentos en que vivimos en nuestro país, ello se sintetiza en que si
se quiere continuar siendo revolucionario “debemos tener nuestra propia
guerra, librar nuestras propias batallas y correr los riesgos que nos
vengan encima”.
Pues aun no hemos logrado que la revolución sea de todos, dado que todavía
hay muchos que la sienten solo como suya y por demás pretenden imponer las
formas en que debemos defenderla. Cuando en realidad, después de más de 50
años de haber triunfado la Revolución Cubana, la responsabilidad de preservarla, continuarla y transformarla es más de los que la hemos defendido durante estos años, que de los que la hicieron al principio.
¿Cuantos han quedado en el camino por traicionar a la Revolución,
cuantos se han cansado, cuantos han abandonado valores? Entonces la
Revolución es de los que la seguimos defendiendo, de los que no la hemos
abandonado, de los que seguimos creyendo en ella, de los que luchamos por
mantener y renovar continuamente sus valores. Fidel y Raúl han demostrado que ser revolucionario no es cuestión de una etapa, o de un momento, que el verdadero revolucionario lo empieza a ser un día y no deja de serlo hasta el final de la vida.
Quienes se regodean en las glorias pasadas, terminan viviendo a su costa.
Son sectarios, dogmaticos, prepotentes, algunos se corrompen, no pocos
pretenden tener siempre la última palabra, negar la opinión de los demás.
Ser revolucionario es entonces también oponerse a todo eso, aunque en ello
nos vaya la vida.
Luego hacer Revolución en estos momentos, es desplegar el espíritu crítico
que la mejora y enriquece continuamente. Es oponerse a los que la quieren
convertir en un pedestal desde el cual ordenar como quiere que sean las
cosas, es declararle la guerra a lo mal hecho.
tiempos cambian, hay que cambiar con ellos. No se trata de ser una veleta,
ni de dejarse dominar por el tiempo, sino de desafiar siempre el presente
en función de lograr el mejor futuro.
Revolucionario es aquel que mira siempre hacia delante y toma en cuenta la
experiencia histórica para superarla. Pues solo sabemos a dónde vamos si
sabemos de dónde venimos.
Pero no se puede vivir en el pasado, hay que tener los pies siempre en el
presente y avanzando hacia el futuro. En eso nos diferenciamos los
revolucionarios de los que no lo son. Estos últimos, creyendo a veces que
son revolucionarios, tienden a regodearse en las glorias pasadas y miran
a los que se mueven hacia el futuro, como si quisieran disputarle los
meritos y el espacio .Es que como decía Martí, “el revolucionario no mira
de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber” y el deber más
grande que tiene un revolucionario es garantizar el mejor futuro para su
pueblo. Aunque para ello tenga que sacrificar su presente.
En los momentos en que vivimos en nuestro país, ello se sintetiza en que si
se quiere continuar siendo revolucionario “debemos tener nuestra propia
guerra, librar nuestras propias batallas y correr los riesgos que nos
vengan encima”.
Pues aun no hemos logrado que la revolución sea de todos, dado que todavía
hay muchos que la sienten solo como suya y por demás pretenden imponer las
formas en que debemos defenderla. Cuando en realidad, después de más de 50
años de haber triunfado la Revolución Cubana, la responsabilidad de preservarla, continuarla y transformarla es más de los que la hemos defendido durante estos años, que de los que la hicieron al principio.
¿Cuantos han quedado en el camino por traicionar a la Revolución,
cuantos se han cansado, cuantos han abandonado valores? Entonces la
Revolución es de los que la seguimos defendiendo, de los que no la hemos
abandonado, de los que seguimos creyendo en ella, de los que luchamos por
mantener y renovar continuamente sus valores. Fidel y Raúl han demostrado que ser revolucionario no es cuestión de una etapa, o de un momento, que el verdadero revolucionario lo empieza a ser un día y no deja de serlo hasta el final de la vida.
Quienes se regodean en las glorias pasadas, terminan viviendo a su costa.
Son sectarios, dogmaticos, prepotentes, algunos se corrompen, no pocos
pretenden tener siempre la última palabra, negar la opinión de los demás.
Ser revolucionario es entonces también oponerse a todo eso, aunque en ello
nos vaya la vida.
Luego hacer Revolución en estos momentos, es desplegar el espíritu crítico
que la mejora y enriquece continuamente. Es oponerse a los que la quieren
convertir en un pedestal desde el cual ordenar como quiere que sean las
cosas, es declararle la guerra a lo mal hecho.
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Debates y participación ciudadana: los cimientos de la nación se mueven
por lejandro Ulloa García
Desde hace décadas, incluso siglos, La Habana se erige como el centro fundamental de la producción ideológica cubana.
Con los cambios económicos, políticos y sociales que hoy promueve el presidente Raúl Castro, “el debate” ha sido una de las consignas y, también, una de las mejores ganancias que ha conseguido su gobierno, al punto de que muchos cubanos sientan que “esto no vuelve a atrás”, refiriéndose a tiempos donde la población no gozaba de las “aperturas” de opinión que hoy, poco a poco, ejercen y ganan.
Con base en esa necesidad de debatir la Cuba actual, varios espacios en la capital –-fatalismo u oportunidad geográfica mediante-– convocan todos los meses a dialogar sobre temas polémicos y desde las visiones de varios intelectuales y especialistas cubanos.
Creado en mayo pasado, el espacio de debate “Dialogar, dialogar” que auspicia la Asociación Hermanos Saíz, invita los últimos miércoles de cada mes en el Pabellón Cuba a conversar sobre la realidad nacional.
Luego de romper el hielo con “El cambio de mentalidad”, ahora puso miras en “¿Qué significa ser revolucionario en la Cuba de hoy?”, invitando al profesor Jorge Luis Acanda, al bloguero Harold Cárdenas Lema (La Joven Cuba), y a Israel Rojas, del dúo Buena Fe.
Las continuas resemantizaciones del término, si nos interesa ser revolucionarios o no, a quiénes, y hasta dónde y cuál revolución, fueron algunos de los criterios de Acanda, quien consideró como esencial punto de partida “la condición humana” para la adjudicación de este calificativo.
Con una sociedad altamente envejecida, sin el protagonismo necesario de los jóvenes en la construcción del sistema social cubano, y con influyentes diferencias generacionales en la interpretación de la realidad, Cuba se enfrenta hoy a una renovación, si no forzosa, al menos sí inminente de los cargos y líderes públicos, lo que impone la urgencia de cavilados puntos de entendimiento y confluencias de “los revolucionarios cubanos”. Esta fue una de las ideas amasadas por los asistentes al debate, quienes analizaron las influencias del término en la historia de la Revolución Cubana.
Harold Cárdenas, desde su posición de bloguero, y luego del “bloqueo” al que fue sometido el blog La Joven Cuba, opinaba que “Ya estamos cansados de los estereotipos, lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica.” Y apuntaba más tarde que “habría que estudiar hasta qué punto la juventud cubana es revolucionaria o hasta qué punto la realidad en la que se ha formado le ha permitido serlo.”
Más allá de las interpretaciones, o de “cuán revolucionario” se puede ser, Cuba se enfrenta hoy a la conceptualización y definición en resultados reales de su proyecto de país, lo que Acanda hizo notar en la opción de la Revolución Cubana por el socialismo, que no puede ser otra cosa que “socialización del poder y de la propiedad”, aspectos en los que hoy la nación vive interesantes transformaciones.
“No es posible analizar con nuevos códigos viejos tiempos ni actitudes, sin embargo, es también imposible aplicar viejas concepciones a nuevas realidades, y esto último está ocurriendo demasiado en nuestra realidad”, opinó Harold Cárdenas, quien concordó con Israel Rojas en que la realidad cercana es la principal modificadora de las concepciones de los cubanos, más allá de cualquier lección anticapitalista y antiimperialista, por muy correctas que sean.
Con el salón abarrotado, gente de pie, manos alzadas que no pudieron intervenir por la urgencia del tiempo, “Dialogar, dialogar” abre otra brecha para la interpretación de la realidad cubana y, quizás más temprano que tarde, sirva de canal para una creciente participación ciudadana en los cambios y derroteros que se construyen hoy en Cuba.
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Un punto de vista para continuar el debate
“el
revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor. Es
imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esta cualidad”.
Ernesto Che Guevara (El socialismo y el hombre en Cuba, 1965)
Elier Ramírez Cañedo
En torno a la pregunta ¿qué significa ser revolucionario en la Cuba de hoy?, tan sugerente y necesaria, se estuvo debatiendo en la tarde del 26 de junio durante más de dos horas en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba, sede nacional de la Asociación de Hermanos Saíz (AHS). El encuentro forma parte de un recién inaugurado espacio de diálogo en homenaje al destacado intelectual Alfredo Guevara, recientemente fallecido, y que lleva el título de su último libro: Dialogar, dialogar. Los invitados a la mesa de discusión fueron en esta ocasión el profesor de la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias Filosóficas, Jorge Luis Acanda; Harold Cárdenas, profesor de filosofía de la Universidad de Matanzas y reconocido bloguero; y el popular cantante Israel Rojas, director del Dúo Buena Fe.
Las intervenciones de los invitados fueron muy interesantes y profundas, también las que partieron del público asistente. En mi condición de moderador del espacio solo podía hacer breves comentarios, por lo que aprovecho estas líneas para lanzar mi contribución al debate motivado sobre todo por la intervención de Harold, a quien agradezco el hecho de haberme dejado en un profundo estado de reflexión con sus asertos. Ello demuestra la importancia de estos debates y de la diversidad de opiniones, pues siempre incitan el ejercicio del pensar, algo que no esta muy de moda. Generalmente criterios diferentes a los nuestros o que no estamos acostumbrados a oír son los que más nos hacen pensar las cosas con más detenimiento. Comparto prácticamente todos los juicios de Harold, solo discrepo esencialmente del siguiente: “lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica”. Pienso que es muy absoluto este planteamiento. Si el mensaje a trasladar es que lo que fue revolucionario ayer no lo es hoy, por la imposibilidad de repetir en el laboratorio del presente lo acontecido en el pasado, considero que habría que elaborar mejor la idea para que no se malinterprete. De cualquier manera, lo que no pueden reproducirse son los acontecimientos históricos tal como fueron, pero si las actitudes y cualidades de un revolucionario en su momento histórico concreto. Ser anticapitalista, antimperialista, latinoamericanista, internacionalista, solidario y humano, por solo mencionar unos ejemplos, es tan revolucionario en nuestro presente como lo fue en la época de Mella, de Guiteras y de la Generación del Centenario. Creo lo continuará siendo para nuestros hijos y nietos. Efectivamente, ser revolucionario en el siglo XXI no es lo mismo que en el siglo XIX y el XX. La condición revolucionaria se ha enriquecido cada día más con los tiempos y los contextos en que vivimos. Nuestra manera de pensar y hacer la revolución tiene nuevos atributos, enfrentamos otros desafíos y complejidades, pero los revolucionarios de hoy no partimos, ni debemos partir de cero. De hecho, formamos parte de una acumulación histórica que es la que nos ha permitido interpretar la realidad actual y plantearnos su transformación desde una perspectiva revolucionaria. Nuestro deber es adaptarnos al momento histórico y a las luchas del presente. El ser revolucionario como bien dice Harold, es ante todo una actitud ante la vida. Por lo tanto, hay actitudes del revolucionario de hoy, que en comparación con las que mantuvieron generaciones anteriores, se mantienen inmutables. Otras cambian y se adecuan a las circunstancias. “Ellos, hoy, habrían sido como nosotros; nosotros, entonces, habríamos sido como ellos”, señaló Fidel al referirse a la generación que inició y llevó adelante las luchas independentistas de Cuba en el siglo XIX. Podemos los jóvenes de hoy decir lo mismo, aunque me gusta agregar, que somos en buena medida resultado y herencia de ellos.
Es cierto que los jóvenes se cansan de que les hablen solo del pasado. Eso ha provocado que una buena parte de ellos haya perdido el interés por la Historia de Cuba. Cada día se hace más imperioso que le vinculemos ese pasado con el presente y el futuro del país. Para eso debemos también de acabar de saldar la inmensa deuda que tenemos de escribir y analizar la historia de la Revolución en el poder en toda su profundidad y complejidad, con todos sus aciertos y desaciertos. Empresa que pasa por varias escollos, pero abordarlos sería desviarme del objetivo de estas breves reflexiones.
Me gustó mucho lo dicho por la presidenta del Instituto Cubano del Libro, Zuleica Romay, sobre la necesidad de que la Revolución y el ser revolucionario, no se limite a mantener las conquistas alcanzadas y que las nuevas generaciones tienen que tener y proyectarse hacia nuevas conquistas. Coincido totalmente con ella, pues todas las generaciones revolucionarias han tenido sus metas y han ido escalando peldaños en busca de la utopía de una sociedad cada vez más justa. La nuestra no puede hacer menos y debemos desafiar los límites de lo posible. De ello depende que no haya retrocesos. Recuerdo ahora las palabras de ese gran revolucionario que fue Simón Bolívar, cuando en 1819 señaló: ¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan lo demás todos los días¡ Ese optimismo, esa fe en materializar lo que hoy parecen sueños quiméricos, es también una de las cualidades que han marcado a los revolucionarios en todos los tiempos.
Ernesto Che Guevara (El socialismo y el hombre en Cuba, 1965)
Elier Ramírez Cañedo
En torno a la pregunta ¿qué significa ser revolucionario en la Cuba de hoy?, tan sugerente y necesaria, se estuvo debatiendo en la tarde del 26 de junio durante más de dos horas en el Salón de Mayo del Pabellón Cuba, sede nacional de la Asociación de Hermanos Saíz (AHS). El encuentro forma parte de un recién inaugurado espacio de diálogo en homenaje al destacado intelectual Alfredo Guevara, recientemente fallecido, y que lleva el título de su último libro: Dialogar, dialogar. Los invitados a la mesa de discusión fueron en esta ocasión el profesor de la Universidad de La Habana y Doctor en Ciencias Filosóficas, Jorge Luis Acanda; Harold Cárdenas, profesor de filosofía de la Universidad de Matanzas y reconocido bloguero; y el popular cantante Israel Rojas, director del Dúo Buena Fe.
Las intervenciones de los invitados fueron muy interesantes y profundas, también las que partieron del público asistente. En mi condición de moderador del espacio solo podía hacer breves comentarios, por lo que aprovecho estas líneas para lanzar mi contribución al debate motivado sobre todo por la intervención de Harold, a quien agradezco el hecho de haberme dejado en un profundo estado de reflexión con sus asertos. Ello demuestra la importancia de estos debates y de la diversidad de opiniones, pues siempre incitan el ejercicio del pensar, algo que no esta muy de moda. Generalmente criterios diferentes a los nuestros o que no estamos acostumbrados a oír son los que más nos hacen pensar las cosas con más detenimiento. Comparto prácticamente todos los juicios de Harold, solo discrepo esencialmente del siguiente: “lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica”. Pienso que es muy absoluto este planteamiento. Si el mensaje a trasladar es que lo que fue revolucionario ayer no lo es hoy, por la imposibilidad de repetir en el laboratorio del presente lo acontecido en el pasado, considero que habría que elaborar mejor la idea para que no se malinterprete. De cualquier manera, lo que no pueden reproducirse son los acontecimientos históricos tal como fueron, pero si las actitudes y cualidades de un revolucionario en su momento histórico concreto. Ser anticapitalista, antimperialista, latinoamericanista, internacionalista, solidario y humano, por solo mencionar unos ejemplos, es tan revolucionario en nuestro presente como lo fue en la época de Mella, de Guiteras y de la Generación del Centenario. Creo lo continuará siendo para nuestros hijos y nietos. Efectivamente, ser revolucionario en el siglo XXI no es lo mismo que en el siglo XIX y el XX. La condición revolucionaria se ha enriquecido cada día más con los tiempos y los contextos en que vivimos. Nuestra manera de pensar y hacer la revolución tiene nuevos atributos, enfrentamos otros desafíos y complejidades, pero los revolucionarios de hoy no partimos, ni debemos partir de cero. De hecho, formamos parte de una acumulación histórica que es la que nos ha permitido interpretar la realidad actual y plantearnos su transformación desde una perspectiva revolucionaria. Nuestro deber es adaptarnos al momento histórico y a las luchas del presente. El ser revolucionario como bien dice Harold, es ante todo una actitud ante la vida. Por lo tanto, hay actitudes del revolucionario de hoy, que en comparación con las que mantuvieron generaciones anteriores, se mantienen inmutables. Otras cambian y se adecuan a las circunstancias. “Ellos, hoy, habrían sido como nosotros; nosotros, entonces, habríamos sido como ellos”, señaló Fidel al referirse a la generación que inició y llevó adelante las luchas independentistas de Cuba en el siglo XIX. Podemos los jóvenes de hoy decir lo mismo, aunque me gusta agregar, que somos en buena medida resultado y herencia de ellos.
Es cierto que los jóvenes se cansan de que les hablen solo del pasado. Eso ha provocado que una buena parte de ellos haya perdido el interés por la Historia de Cuba. Cada día se hace más imperioso que le vinculemos ese pasado con el presente y el futuro del país. Para eso debemos también de acabar de saldar la inmensa deuda que tenemos de escribir y analizar la historia de la Revolución en el poder en toda su profundidad y complejidad, con todos sus aciertos y desaciertos. Empresa que pasa por varias escollos, pero abordarlos sería desviarme del objetivo de estas breves reflexiones.
Me gustó mucho lo dicho por la presidenta del Instituto Cubano del Libro, Zuleica Romay, sobre la necesidad de que la Revolución y el ser revolucionario, no se limite a mantener las conquistas alcanzadas y que las nuevas generaciones tienen que tener y proyectarse hacia nuevas conquistas. Coincido totalmente con ella, pues todas las generaciones revolucionarias han tenido sus metas y han ido escalando peldaños en busca de la utopía de una sociedad cada vez más justa. La nuestra no puede hacer menos y debemos desafiar los límites de lo posible. De ello depende que no haya retrocesos. Recuerdo ahora las palabras de ese gran revolucionario que fue Simón Bolívar, cuando en 1819 señaló: ¡Lo imposible es lo que nosotros tenemos que hacer, porque de lo posible se encargan lo demás todos los días¡ Ese optimismo, esa fe en materializar lo que hoy parecen sueños quiméricos, es también una de las cualidades que han marcado a los revolucionarios en todos los tiempos.
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Ser revolucionario en la Cuba de hoy
(Palabras pronunciadas el 26/6/13 en el Pabellón Cuba en el espacio “Dialogar dialogar” que auspicia la AHS)
En cualquier momento de la historia los revolucionarios han sido los promotores del desarrollo social, los paladines de las revoluciones políticas/económicas/sociales/tecnológicas, los agentes del cambio. En la Cuba de hoy resulta indispensable trazar una línea que defina cuáles son las actitudes revolucionarias y cuáles no, la principal dificultad radica en quién puede definir esa línea y cómo. A mí me gustaría que la construyeran TODOS.
Creo que una persona no es revolucionaria por tener una militancia política determinada, es más bien una actitud ante la vida que se expresa cotidianamente. Me niego a que ser revolucionario se convierta en etiqueta cuando debería ser un adjetivo que elogie ciertas cualidades individuales. Me niego a que una persona que con una actitud sumamente conservadora ante la vida y la sociedad, se autocalifique como revolucionario solo por proclamar ciertos ideales políticos.
A la luz del siglo XXI Cuba necesita un nuevo modelo de revolucionario; más adaptable a los escenarios cambiantes de estos tiempos, abierto al cambio siempre que sea necesario. Ya estamos cansados de los estereotipos, lo que fue revolucionario en otros tiempos puede que ya no lo sea, es más, no lo puede ser por una razón cronológica básica.
Tenemos el extraño privilegio de estar entre los pocos que consideramos que ser revolucionario es un mérito, busquen en el Microsoft Word los sinónimos de la palabra “revolucionario”: sedicioso, agitador, turbulento, revoltoso, alborotador, provocador, etc. Aceptemos el hecho de que ser revolucionario no está de moda en la sociedad globalizada del siglo XXI, un hecho que no es casual ni irreversible, nos toca a nosotros transformar esto, revertir esta realidad.
Todavía está por ver cuánto daño puede habernos hecho el modelo del revolucionario soviético, paradigma y referente nuestro por mucho tiempo, cuánto daño nos hizo su herencia de intolerancia. Recordemos que en la primera mitad del siglo pasado mientras allá se fusilaba a los compañeros de Lenin, artistas, intelectuales y todo aquel que resultara incómodo, nosotros presentábamos a Stalin como paradigma de revolucionario. Cuánto daño nos ha hecho que muchos de nuestros funcionarios se formaran allá posteriormente, todavía está por ver a largo plazo el impacto de Moscú en el pasado, presente y futuro de la Revolución Cubana.
No me imagino a un revolucionario que no tenga una postura crítica ante su realidad, reconozco con dolor cómo muchas personas que comparten mis ideales, sin percibirlo asumen actitudes contrarrevolucionarias. Por otra parte, habría que estudiar hasta qué punto la juventud cubana es revolucionaria o hasta qué punto la realidad en la que se ha formado le ha permitido serlo.
¿Será que el discurso político nuestro ha establecido jerarquías generacionales sobre el tema? ¿Será que a los jóvenes actuales les ha llegado la percepción de que los revolucionarios son otros del pasado y a ellos les queda el menos glorioso papel de “preservar las conquistas de la Revolución”? ¿Nuestra generación no debe tener sus propios héroes y crear su propio modelo de revolucionario?
Julio Antonio Mella fue un revolucionario que durante su huelga de hambre contra el tirano Machado, se opuso al partido comunista que él mismo ayudara a crear y esto le costó su expulsión, recientemente Esteban Morales tuvo que enfrentarse a la maquinaria partidista por denunciar el fenómeno de la corrupción, ambos son ejemplos de que en ocasiones una actitud revolucionaria significa ir contra la corriente y violar las reglas establecidas cuando la situación lo requiere y se tiene la razón.
Coincido con Manuel Calviño cuando dice que: “un revolucionario es aquel que critica de frente y elogia de espaldas”, lamentablemente y con el transcurso de los años, mientras criticábamos la doble moral yanqui en plazas públicas, comenzamos a practicarla nosotros mismos y el elogio superó a la crítica durante mucho tiempo. En los últimos años nuestro presidente nos ha llamado a la crítica, algo impensable e increíble en la política tradicional, aprovechemos entonces la oportunidad.
Ser revolucionario en la Cuba de hoy es arriesgarlo todo sin miedo a las consecuencias. Pongo el ejemplo que me toca más de cerca, cuando la blogosfera se oscureció un tiempo atrás y la maquinaria administrativa se nos echó encima a los blogueros, confieso que temblamos en más de una ocasión, pero seguimos adelante. Recuerdo que en un momento decisivo para nosotros, antes de entrar a una reunión junto a mis compañeros, dijimos como los espartanos: “con el escudo o sobre el escudo”, por suerte vivo en un país que sigue siendo en esencia revolucionario y hoy estoy aquí para contarlo, con el escudo.
Luchar por algo en lo que se cree es un privilegio, los revolucionarios debemos estar conscientes en que seguiremos teniendo como posibles perspectivas la satisfacción del deber cumplido y la posible ingratitud de los hombres, eso no ha cambiado, pero el haber luchado, es algo que te llevas contigo para siempre, a todas partes.